La narconovela de la vida de Pablo Escobar fascina a los colombianos con la visión de tiempos que se quiere lejanos mientras se los siente palpitar muy cerca, inquietantes, con ecos de miedo, de vergüenzas, amenazas e imperfectos exorcismos.
A las 9 de la noche, por media hora diaria taqueada de comerciales en el canal de Caracol, reviven, atenuados en el formato dócil del biopic los años ferales de la historia colombiana. En un país donde siempre ha sobrado la violencia, la irrupción del cartel de Medellín, y de Pablo Escobar como su figura dominante y luego decisiva, tuvo un efecto terrorífico sobre el país en pleno, y sus élites en especial, como ninguna otra violencia produjo antes o después.
Quizá fue la falta de gradualidad de Escobar, su aceleración brutal de la violencia de casi nada a todo, en un pestañeo. Pero especialmente la inesperada ferocidad con la que pasó de una poco convincente y convencida seducción del establishment político y social a una violación continua en un proceso sin freno que no paraba de convertir la riqueza en poder y éste en destrucción.
Escobar aterrorizó y subyugó por el miedo a un porcentaje muy alto de las elites y la intelligentsia colombianas. Por eso destaca tanto el coraje de los pocos que se le opusieron abierta e incondicionalmente en su momento de mayor poder e impunidad.
Fue uno de los primeros, quizá el primero –no se me viene otro caso anterior a la mente– de los criminales dominantes que llevó a cabo una insurrección terrorista contra un Estado nacional. En un continente que rezumaba insurrecciones guerrilleras de izquierda de todo pelaje y grupos paramilitares de derecha, él le dio un contenido insurreccional a la riqueza y convirtió su plutocracia en una subversión finalmente nihilista.
Ahí está, en la telenovela, el paisa regordete cuando se preparaba a hacer temblar a Colombia, complotando, en el capítulo que me tocó ver, la caída de su enemigo, el ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, listo para pasar, si fallaba el primero, del barro a la bala en un respiro.
No sé si llegará, o cuándo, esta narconovela a nuestro país. Ojalá que pronto, porque incluso en estos capítulos tempranos del rápido crecimiento del poder criminal, la historia de Escobar nos toca de cerca en el Perú.
En el intento de enlodar al entonces ministro de Justicia colombiano, Rodrigo Lara Bonilla, Evaristo Porras Ardila, el narcotraficante de Leticia y entonces gran acopiador de coca y pasta básica para Escobar, infiltró la campaña electoral de Lara Bonilla con un cheque de un millón de pesos.
Porras Ardila había sido capturado en el Perú en 1978, pero logró fugar gracias a la complicidad de su abogado y estratega, Vladimiro Montesinos, quien luego arregló el robo de su expediente para sabotear la extradición del proceso a Colombia, en un caso donde todavía faltan importantes puntos por aclarar.
En Leticia, Porras Ardila se había hecho construir una mansión que remedaba a la de los Carrington de la entonces famosa serie ‘Dinastía’. Ahí fue donde recibió el expediente judicial robado de manos de Montesinos, según testigos presenciales; y desde ahí fue figura central, en 1984, en el complot para destruir al valiente Lara Bonilla.
En el capítulo que me tocó ver actúan tres personas señeras cuyo enfrentamiento a Escobar les costará pronto la vida.
Uno es Rodrigo Lara Bonilla, atormentado por una calumnia bien urdida, que lo hace aparecer como corrupto, acusado por un cómplice de Escobar que se presenta como luchador por la moralidad pública.
Su amigo y dirigente de partido, Luis Carlos Galán, pugna por aclarar el conflicto entre las aparentes evidencias de culpa y su convicción en la honradez de Lara Bonilla. Joven e idealista, Galán es un orador carismático y una persona reservada, cortés hasta lo tímido, en círculos pequeños.
Lo conocí en Lisboa, uno o dos años antes de su muerte, en un evento al que llegó, siendo él liberal, junto con los políticos conservadores, el expresidente Misael Pastrana y Rodrigo Lloreda. Deferente y especialmente respetuoso con Pastrana, Galán me dejó la impresión de ser de aquellos pocos en quienes la cortesía no es solo genuina sino una manifestación de fuerza y de control.
Pude verlo, poco después, en los noticieros de 1989, en intrépida campaña a lo ancho de Colombia, denunciando no solo a Escobar sino a Gonzalo Rodríguez Gacha, “el mexicano”, con una oratoria de fogosa convicción y valor inalterable, exponiéndose temerariamente en plaza tras plaza hasta el 18 de agosto de 1989, en un tabladillo de Soacha, en Cundinamarca.
Cinco años antes, el mismo asesino había ordenado la muerte de Rodrigo Lara, una vez que falló el intento de enlodarlo. Lara contraatacó con denuedo e inteligencia, sacó a la luz la ya larga y densa trayectoria criminal de Escobar, y emprendió una dura ofensiva contra los narcotraficantes colombianos.
Puesto en fuga, Escobar ordenó y planeó su muerte. Lara fue asesinado en su auto a fines de abril de 1984. Su asesinato marcó el inicio de la guerra formal del Estado colombiano contra el cartel de Medellín, guerra en la que Escobar mantuvo frecuente y sangrientamente la iniciativa.
Pero eso fue después. Antes, en los inicios que ahora cubre la narconovela, aparece también la figura ejemplar de Guillermo Cano, el director de El Espectador, quien es uno de los primeros en expresar su respaldo a Lara e identificar, literalmente, a Escobar con el narcotráfico, detrás del entramado de calumnia y corrupción.
En el capítulo que vi, los tres, Lara, Galán y Cano, hablan, deliberan sobre cómo enfrentar esa amenaza nueva, en apariencia incipiente pero audaz, cuya amenaza perciben mejor que los demás.
En capítulos próximos, imagino, se recreará el momento en el que Cano encuentra en los archivos la foto de Escobar, arrestado por narcotráfico en los 70, con las manos en la cocaína, y la publicará en portada.
Luego, matarán a Lara, en 1984; a Cano, el 17 de diciembre de 1986; a Galán, en 1989; y a muchos, muchos otros más. Luego Escobar terminará de aterrorizar a Colombia y logrará la cárcel spa, que él pronto convertirá en cementerio, antes de la fuga y la última etapa, del terror desaforado.
Ahí empezará el rápido declive, que acelera la violencia enloquecida de Escobar. Una coalición sorprendente de estadounidenses, militares y policías colombianos, paramilitares, narcos de Cali y antiguos cómplices de Escobar se unirán en una contraofensiva que va de la investigación sofisticada a la cacería salvaje. El libro de Mark Bowden, “Killing Pablo”, describe con gran detalle lo que pasó; y el de Virginia Vallejo, “Amando a Pablo, odiando a Escobar”, el retrato cercano del narco acosado que termina cosechando, cuando huía descalzo sobre un techo, una parte de lo que sembró.
Su estilo no murió con él. Con ciertas mutaciones, hay ahora expresiones semi-insurgentes del crimen organizado en grupos como los Zetas, por ejemplo. Una suerte de capitalismo depredador que subvierte zonas y regiones enteras para controlarlas y expoliarlas. Es un modelo que, pese a su terrible toxicidad, no ha sido todavía lo suficientemente estudiado ni comprendido.
Lo que está claro es que tanto el avance de Escobar ayer como el de los Zetas hoy solo fue y es posible gracias a la impune corrupción dentro del Estado y partes de la sociedad; la ósmosis entre la criminalidad y figuras e instituciones públicas; la ambigüedad e hipocresía en la que pocos son realmente quienes afirman ser. En el caso de Escobar, los personajes y consecuencias de esa corrupción siguen emergiendo hasta el día de hoy.
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