Una de las ilusiones mejor construidas a partir de los acuerdos de paz era que la violencia vivida durante el período de la guerra iba a convertirse en cosa del pasado. De hecho, muchas personas que teníamos esa expectativa no dimensionamos que las violencias y las opresiones son múltiples y que el cese el fuego era necesario, pero insuficiente para construir un país menos excluyente.
Por supuesto, los acuerdos de paz marcaban una agenda social, pero tanto los actores como los acuerdos estaban ya hegemonizados por el discurso neoliberal, que llevaba implícitas la satanización de lo social y la individualización como algunos de sus mecanismos de dominación. Los resultados de la piñatización de los bienes públicos y el abandono de la inversión social están a la vista. Tenemos los peores indicadores sociales del continente: poca gente muy rica, raquíticas capas medias y una gran mayoría que se debate entre la pobreza y no tiene más opciones que malvivir o emigrar. La corrupción, tal y como la concebimos hoy en día, es tan solo un resultado colateral de la ausencia de instituciones democráticas, precisamente porque el neoliberalismo no es democrático y sí inherentemente corrupto.
La experiencia también demostró que las causas de la violencia, lejos de ser combatidas, fueron profundizadas con la agenda neoliberal, basada en promover la acumulación de la riqueza y los privilegios en un reducido segmento de la población. La ley del más fuerte y el egoísmo se confabularon con una izquierda desmovilizada hasta la fecha, que además no tiene acceso a los recursos propagandísticos que le garantizan a las derechas el control del Estado.
Hoy, la falsa democracia que funciona a base de propaganda para quien puede pagarla no nos ofrece menos violencia. Para agravar el escenario, parece que las mafias enquistadas en el Estado están enfilando este país a una escalada de conflicto diferente, pero no menos grave.
En otras palabras, el pacto de impunidad como un hecho consumado procurará revertir los modestos avances que se hicieron visibles a partir de 2015. Y tengo la impresión de que quienes están orquestando este retroceso social cuentan con que la represión será suficiente para diluir cualquier intento de resistencia desde la sociedad civil. Por supuesto, represión orquestada con el silencio selectivo y la propaganda de los medios de comunicación hegemónicos de la televisión abierta, varias radioemisoras y no pocas plumas mercenarias.
Finalmente, en un escenario carente de expectativas democráticas, la violencia como reacción social puede emerger como la única vía para rechazar un gobierno ilegítimo, en el cual los mecanismos de regulación están desapareciendo y las instituciones que comenzaban a inspirar confianza están siendo recapturadas por las mafias.
La resistencia y la violencia pueden ser criminalizadas e invisibilizadas, pero la historia nos demuestra que estas pueden ser legítimas y que, desgraciadamente, en algún momento, podrían ser la única salida para una población a merced de delincuentes.
Tal parece que se nos acaban el tiempo y la esperanza de una transformación democrática. Las mafias esperan obediencia, indiferencia y miedo a la represión. Personalmente, no creo que la gente esté dispuesta a renunciar a la indignación y, eventualmente, a acciones concretas.
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