Sabemos ahora, gracias a la más reciente encuesta de la Organización Internacional para las Migraciones, que los guatemaltecos en el exterior suman 2.3 millones, de los cuales el 97 % se encuentran en Estados Unidos, residiendo en estados tradicionales como California, Nueva York y Florida, pero también en estados menos populares como Misuri y Colorado, lo cual muestra la dispersión de nuestros compatriotas en su proyecto migratorio.
También se suele hacer referencia a la cantidad de remesas que nos envían: según el Banco de Guatemala, en 2016 recibimos 7 300 millones de dólares, que representan el 11 % del PIB y el 65 % de las exportaciones. Esa cantidad de dinero viene a nivelar nuestras cuentas nacionales y da cuenta de la importancia de la migración, a pesar de la poca atención que recibe por parte del Estado, cuyo énfasis ha estado hasta ahora en la regulación de los flujos desde una perspectiva de seguridad de fronteras. Ello ha conllevado un énfasis en la securitización de las migraciones y en el aumento de programas que restringen la movilidad y vulneran los derechos de las personas.
Detrás de esos programas, cifras y porcentajes se encuentran hombres y mujeres que buscan mejores oportunidades fuera de Guatemala desde por lo menos 1970, cuando el flujo de migrantes comenzó a crecer. No fue sino hasta finales de la década de 1990 cuando el volumen de personas en el exterior se duplicó, especialmente por causas estructurales como la caída de los precios del café, que dejó sin empleo a miles de guatemaltecos. Esas causas no han sido atendidas, por lo que seguimos expulsando guatemaltecos, pero también recibiendo a los retornados y a migrantes de otras nacionalidades que buscan transitar por nuestro país o establecerse en él.
Todo ello nos habla de un rostro humano de la migración que hace imprescindible un cambio de paradigma de la seguridad de las fronteras a la protección y garantía de los derechos humanos de quienes se desplazan. Esta perspectiva de seguridad humana es aún más importante en aquellas categorías migratorias con mayores niveles de vulnerabilidad, tales como refugiados, apátridas, víctimas de trata, desplazados por desastres naturales, retornados forzados, mujeres y unidades familiares, personas LGBTI y migrantes desaparecidos. Un punto que se debe destacar es la priorización del interés superior del niño, de modo que los menores de edad, sin importar su estatus migratorio, sean atendidos sin ser vulnerados en los procesos de detención, retorno y reunificación familiar.
Lo anterior requiere una fuerte coordinación entre el Gobierno y la sociedad civil para establecer una agenda compartida y prácticas articuladas y respetuosas de los derechos humanos de los migrantes. Ello es especialmente urgente en procesos de retorno, reinserción, regularización y gestión de permisos de trabajo, de manera que los oficiales y los funcionarios de gobierno sean capaces de reconocer las necesidades de protección de las personas y existan protocolos adecuados para atenderlos.
Dicho cambio hace necesario ampliar la mirada hacia un contexto transregional que visibilice las dinámicas que ocurren fuera de las fronteras nacionales. En nuestro caso, es un territorio que abarca desde Centroamérica hasta Estados Unidos, donde se requiere mayor diálogo transterritorial y la articulación de plataformas de atención e incidencia.
Por tanto, es un cambio de paradigma hacia el reconocimiento de un sujeto migrante cuyos derechos humanos deben ser garantizados sin importar su estatus migratorio. Esto permitirá cuestionar el cumplimiento del rol del Estado en la protección de las personas más allá de una mera gestión o administración del flujo.
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