Visité El Salvador a principios del 2016 con la intención de entrevistarme con defensores de derechos humanos, políticos y varias personas expertas en el área del medio ambiente, especialmente en el área de la minería. La primera sorpresa agradable que me llevé fue saber que en El Salvador había 73 solicitudes de permisos de exploración minera y que ninguna ha sido aprobada gracias a la prohibición o mora de hecho que los gobiernos de aquel país han sostenido desde el 2006. Me di entonces a la tarea de investigar los motivos de esa prohibición, lo cual me llevó a entrelazar cuatro actores sociales: a) la población organizada en coaliciones o movimientos sociales a favor del ambiente, b) la academia a través de la Universidad Simeón Cañas, c) la Iglesia católica como motor de acompañamiento y d) el procurador de los derechos humanos.
Los movimientos sociales de resistencia a la destrucción del medio ambiente fueron los motores claves en detener la minería metálica. Realizaron consultas en diversos municipios y en cuatro de ellos, todos en el departamento de Chalatenango, lograron que los consejos municipales emitieran ordenanzas de prohibición, con las cuales se declararon municipios libres de minería. Asimismo, evidenciaron la situación de la mina San Sebastián, que mató el río con el mismo nombre luego de contaminarlo al punto de que hoy ha sido declarado irrecuperable por la polución metálica. Se calcula que, en el escenario más bajo, se consumen aproximadamente 3 700 litros de agua por onza de mineral extraído. Con ello, El Salvador, país de pocos ríos en términos relativos, acabaría con una grave crisis de agua dulce.
Lamentablemente, en esas áreas las empresas mineras (como acá en Guatemala) ganaron adeptos que promovían los discursos de que la minería trae desarrollo y trabajo (lo más cínico), de que las minas no contaminan y de que son la única vía para salir de la pobreza. Esos discursos provocaron conflictividad social innecesaria. De acuerdo con la Universidad Centroamericana, el 79.5 % de la población salvadoreña expresó que la minería no era apropiada para El Salvador. En otras palabras, que el modelo económico de desarrollo no requiere de la minería.
La academia y el procurador de los derechos humanos articularon muy bien esa opción por un modelo económico distinto, no basado en la extracción y en la destrucción de la naturaleza. Según datos del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales, entre 2010 y 2015 los impuestos provenientes de minas y canteras representaron únicamente el 0.03 % de los gastos ejecutados por el Gobierno central, con lo cual, de cada $1.00 de gasto del Gobierno, el aporte tributario de este sector solo permitió financiar $0.03. Además, solo generó 659 empleos, es decir, el 0.09 % de los afiliados al Instituto Salvadoreño del Seguro Social, y los municipios donde operaron las empresas mineras siguen viviendo en la pobreza.
Ahora el problema se ha vuelto regional. El proyecto minero Cerro Blanco, ubicado en el área del trifinio (entre Guatemala, Honduras y El Salvador), sobre la cual se hizo una declaración de reserva de la biósfera, ha iniciado operaciones que contaminan ríos de los tres países. Pero el más afectado será el Lempa, el más grande de El Salvador y, por lo tanto, el que atraviesa la mayor parte del territorio del hermano país. Queda por discutirse una convención centroamericana sobre limitación o prohibición, pues ahora Costa Rica y El Salvador tienen la solvencia política para plantear la discusión y promover dicha prohibición general.
Quizá lo más importante será evidenciar que el modelo económico de desarrollo para esta región no descansa en destruir su naturaleza y que, de todas formas, los ingresos de la industria minera al PIB pueden ser obtenidos por otras industrias como el turismo y la agroecología.
Más de este autor