Ingresé con personas que visitaban con el fin de brindar algún apoyo social. Muchas personas viven con la gentileza de preocuparse por los privados de libertad. Piensan que sí pueden, de hecho, rehabilitarse. Ellos aseguran que la mayoría no son unos Byron Lima ni unos Taqueros ni nada, sino que pararon allí por errores graves de los que podrían, como la mayoría de los humanos, aprender para cambiar la dirección de su vida.
En la puerta me advirtieron: te van a querer vender cualquier cosa y te van a pedir dinero, tal vez hasta tus zapatos. Vos solo seguí caminando y no les hagás mucho caso. Y justo así fue. Ofrecían llaveros, hamacas, adornos. Como me dijeron, no respondí y, pese a sentirme acorralado, procuré juntarme lo más posible al equipo con el que iba.
Llegamos a un lugar con techo de lámina, sin paredes. Allí estuve en un taller de terapia grupal en el que los ancianos hablaban de sus penas con los abogados penalistas, que les cobraban por recursos que no existían y que les decían que ya mero los iban a sacar, pero que necesitaban otro adelanto. Y cuando menos se daban cuenta, ya no les contestaban y se desaparecían.
Estos muchachos que apoyaban a los reos les pasaban hojas para que resolvieran preguntas, de modo que los invitaban a una introspección. Les recomendaban leer, pues así se pasaría el tiempo y podrían ser libres en el plano mental, al estilo de aquella canción de Bob Marley.
El tipo con el que yo necesitaba hablar era el entrenador de un equipo de futbol que en ese momento jugaba la final de un torneo. Yo no podía acercármele tranquilamente, pues allí todos miran a todos todo el tiempo, y claro que levantaría sospechas que un desconocido se asomara así nomás a lanzar preguntas.
En lo que terminaba el partido, un joven, calculé que menor que yo, me llevó a dar una vuelta por la prisión. Era una granja, como la mayoría de las cárceles acá, donde hay muchas construcciones que son galeras. Una tenía mesas de cemento en las que se vendía todo tipo de comida, que se me hizo al Mercado Central. Otra era una carpintería, con herramientas y maquinaria. También se veían tiendas de aguas y de chucherías cerca de las canchas de futbol, parecidas a las que hay en el Cejusa.
Mientras el chavo me enseñaba los distintos sectores, fumaba un largo y caído puro de marihuana y me decía palabras y frases que yo no entendía. Me llevó a un cuarto inmenso dividido con toallas donde dormían los privados. Todo se paga aquí, me decía a cada poco. Pasamos en medio de los corredores separados por las toallas, que caían mientras yo le hacía preguntas, pero cuando nos deteníamos por poco tiempo me decía que no nos estancáramos porque la gente podría sospechar.
Me enseñó un pequeño cuarto. Es el congelador, me dijo. Aquí meten a los que el alcaide se quiere chingar y en la madrugada les pasan tirando agua helada. Me dijo que, cuando alguien sobresalía en los negocios de la cárcel, el alcaide lo fichaba, iba a buscarlo a media noche y lo lanzaba a este cuartito hasta que accedía a darle una parte de lo que vendía. Si no estaba de acuerdo, lo cambiaba de prisión.
En eso terminó el partido, y con quien yo debía hablar ya estaba disponible. Nos juntamos en un lugar lejano mientras almorzábamos pepián, y el tipo me pareció de lo más amable y conocedor de la política y la economía del país. Fue una plática corta, pues se acercaba la hora de salida y debíamos regresar. Me pidió mi número de celular, pero yo le dije que cualquier cosa yo lo llamaría.
Mientras iba de regreso en el auto observaba el sello en la mano que le colocan a las visitas y pensaba en la vida allá adentro. Quienes me llevaron tenían un espíritu admirable, que les permitía ver la bondad en todos estos presos. Y de tantas veces de haberlos visitado se habían vuelto sus amigos. Uno de ellos me dijo lapidariamente: he conocido cárceles en todo el mundo, incluso en los países más desarrollados, y en ningún lugar funcionan.
A los días, antes de entregar el reportaje, me llamó uno de los que me llevó a la prisión, ya tarde, como a las diez de la noche. Los meros jefes se enteraron de que hablaste con aquel y dicen que, si sale algo de él en un diario, lo van a matar. Te pido que no lo cités, me insistió, con la voz seria. Me quedé varias noches entre preocupado y ansioso. Yo estaba confundido, pero me había alegrado de no haberle dado al tipo de la prisión mi número de celular.
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