Esta es nuestra sexta epístola. El 6 es un número equilibrado, como equilibrado desea ser mi juicio y mi conciencia de “estar en el mundo”. Esta búsqueda puede tornarse agotadora, especialmente para quienes se dejan arrastrar por la corriente de la “complejidad”, la cual actúa como un potente disolvente, desbaratando el ánimo, la esperanza y la resistencia, hasta convertirnos en una mácula inopia.
Yo, en cambio, propugno por la simplicidad de las cosas. Esa simplicidad que sin desconocer “lo complejo” yace empolvada o disimulada por conveniencia o majadería.
Conocí a Eliane hace un año, cuando visité Leogane -el área más devastada por el terremoto- por primera vez. Acordamos reunirnos en uno de los campamentos de desplazados. Llegué apenas cinco minutos antes de la hora convenida. Salté del auto con la impaciencia de siempre, deseando comprobar que aquella escena era real y no uno más de mis barrocos sueños. Me di cuenta de la verdad cuando sentí el calor de casi 40 grados; el polvo fino reposando en los pulmones y el jaloneo de los niños, que en criollo haitiano y con gestos, demandaban comida y dinero.
Fue en medio de esa gritería de niños; del chofer que trataba de ahuyentarlos y de convencerme de volver al auto; de mi evidente contrariedad, que vi aparecer un rostro radiante de mujer. Me impresionó la dentadura perfecta detrás de esa sonrisa de media luna y ese look tan caribeño que súbitamente impregnó de colores el paisaje gris. Era Eliane, su presencia fue como lluvia fresca en el desierto del Sahara y el Líbico juntos. ¿Cómo podía alguien sonreír de modo tan tenaz? ¿Cómo podía alguien acicalarse de esa forma luego de haber perdido “todo”? ¿Cómo podía irradiar paz en medio de tanta anarquía? Se acercó, me tomó fuertemente de los hombros, como tratando de afianzarme en tierra y me estampó dos besos, sin darme tiempo a reaccionar. Byenveni, exclamó con efusividad.
Me es difícil adivinar su edad, la luminosidad de su espíritu encandila y no da lugar a detalles anodinos. Me condujo hasta su tienda. De su casa no había quedado más que un dintel, y del hospital -en el cual trabajó durante diez años como enfermera-, solamente el letrero, “Hôpital Bonne Espérance”.
Me narró inquebrantable los detalles de aquel infortunio, sin hacer distinciones entre lo propio y lo ajeno. Ambos dolores eran asumidos con extraordinario sentido de lo indisoluble. Ni una lágrima ni un rastro de depresión, mucho menos de la voracidad que suele provocar el instinto de sobrevivencia.
Eliane posee la mágica virtud de reciclar reveses y preocupaciones, logrando corolarios nobles. Su estrechez económica no ha sido un impedimento para servir y transformar vidas. Organizó los comités de seguridad de varios campamentos. Gracias a ello la distribución de agua y alimentos, benefició a un mayor número de familias. Promovió la creación de un grupo de 25 voluntarias, quienes se alternan el cuidado de los ancianos abandonados de la localidad. El voluntariado, mi querido Ramón, es una acción común entre quienes tienen las necesidades básicas resueltas. En Haití, es ciertamente laudable.
También reúne, dos veces por semana, a un grupo de niños sordomudos entre 7 y 14 años de edad, a quienes enseña a leer y escribir. Instaló un taller de costura en su tienda, para ocupar a niñas excluidas del sistema escolar. Mientras bordan, les da charlas de educación sexual.
Nunca tuvo hijos propios. Adoptó a los tres críos de una paciente leprosa a quien cuidó con esmero hace 18 años. Además, trabaja para la organización a la cual represento. El salario que devenga lo usa para comprar lanas, hilos, víveres, cuadernos, lápices, medicinas y de vez en cuando, sufraga exequias.
Esta mujer ha hecho cosas grandes en la estimable candidez del anonimato. No promete, se compromete. No se indigna, más bien se alegra en la convicción de su poder transformador. No busca culpables ni exige de otros lo que sabe, deviene del corazón.
Así, mi querido Ramón, ¿cuál es la simpleza a la cual me refiero? El Amor.
Esa fuerza que nos mueve a ser sensibles “al otro”, “ese” que finalmente no es más que una extensión y reflejo de nosotros mismos. ¿Quién puede ser feliz viviendo en un sarcófago? Esa es la mayor miseria de nuestros días. Personas convertidas en maniquí de aparador, distinguidas por fuera, vacías por dentro. Yaciendo inmóviles. Siempre a la espera de quien las remoce y cambie de lugar. Su única complacencia… sentirse admiradas y envidiadas.
En estos últimos días he escuchado frecuentemente la exclamación: ¡El último que salga que apague la luz! Cuando en realidad lo que hay que hacer en nuestros países, es abrir puertas y ventanas. Dejar que corran aires nuevos. Liberarnos de ese tufo que estimula el encierro.
San Agustín reflexionaba: “Y yo, era un lugar desventurado para mí mismo”.
Nadie puede apagar la luz, porque cada uno de nosotros somos luz. Ya muchas se han apagado por hambre, violencia o las inclemencias del tiempo. No más apagar, no más escapes, no más delegaciones. ¡Amemos!, esta es la fuente de sentido, de la esperanza y nuestra mayor fortuna.
Van para ti los dos tradicionales besos haitianos y mi abrazo cariñoso.
Carmen
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