Entre desastrólogos suele hablarse de la resiliencia como esa característica deseada en los grupos humanos vulnerables que les permite adaptarse y responder eficientemente ante el riesgo de desastres. Por supuesto, nunca he ocultado mi animadversión por ese concepto, que contribuye a invisibilizar problemáticas estructurales y vulnerabilidades al hacer excesivo énfasis en características como la capacidad de afrontamiento, que bien podría parafrasearse así: usted, que es pobre y que vive en condiciones de riesgo extremo, sea positivo, alégrese por la vida y las oportunidades que tiene y organícese para que, si ocurre algo malo, luche hombro con hombro con otras personas de su comunidad, ya que, en principio, el riesgo es asunto suyo, no de los demás.
El riesgo individualizado, entonces, es una condición en la cual se sabe de antemano que la batalla está perdida, y por esa razón habrá más Cambray II y comunidades sepultadas por materiales volcánicos. El riesgo existente y el riesgo que se construye día a día están más allá de la capacidad del Estado y de la gente, así que la resiliencia es como una campaña de Guateámala adaptada a las desgracias cotidianas. La gente resiliente es la gente que aguanta. Y si de algo podemos jactarnos en Guatemala es de que aguantamos lo inaguantable.
Pero con todo lo anterior me pregunto cómo la corrupción legal e ilegal se mantiene tan fresca y poderosa como antes del 2015, solo que ahora le hemos puesto nombre y algo de atención. Y la razón que viene a la mente es que las élites, como clase, sí se comportan como un sistema resiliente. Tienen carácter y conciencia de clase, se movilizan, se articulan, cierran filas y se cuidan entre sí aunque tengan diferencias y conflictos. Así, la corrupción legalizada, la que permite la destrucción del ambiente o la explotación de la gente más pobre, es producto de un Estado no democrático y capturado, pero jurídicamente no es un problema porque las leyes la avalan. En la otra cara de la misma moneda, la corrupción ilegal, que está prohibida aunque ha existido desde siempre, ha generado un conflicto interoligárquico que sin querer hizo que aflorara la mierda, lo peor de esta sociedad, que va desde la captura del Estado hasta la articulación de este y de grandes empresarios con el crimen organizado.
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Entonces, la oligarquía y sus círculos inmediatos de influencia constituyen un sistema resiliente porque cuentan con la base económica, política y jurídica que los protege de cualquier intento de transformar el sistema. Esa sí es resiliencia, ya que hay un control sobre el entorno material, algo que siempre le ha sido negado a la clase trabajadora, que carece del capital cultural, educativo y financiero para gestionar el riesgo existente y para la cual el riesgo se construye cotidianamente.
Saludo y respeto los proyectos políticos que se atreven a retar al sistema para tratar de transformarlo, pero, sin una reforma fiscal progresiva y sin una aplanadora en el Congreso, creo que obtendrán cuatro años de batallas legales y pocos o nulos cambios estructurales. Solo un proyecto propone una refundación del Estado, aunque es innegable que está jugando en la misma pecera y con las mismas reglas construidas por la oligarquía, que, como un sistema ecológico, se adapta, absorbe, ataca y se reproduce.
En consecuencia, la salida de esta condición crítica pasa por una movilización popular que les ofrezca un triunfo contundente a los proyectos progresistas y por un esfuerzo de articulación para evitar el canibalismo disfrazado de pensamiento crítico entre las izquierdas. Solo así, con un triunfo aplastante y una efectiva articulación, se abriría una ventana para la refundación del Estado.
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