Llevo ya tiempo así y recuerdo cuando mi maestro me prohibió estar dentro de las redes sociales por un mes. Fue el mejor mes de mi vida. Meditaba una hora en la mañana y otra en la tarde. No me lo van a creer, pero ese mes, fue mayo recuerdo, aprendí a volar supersónicamente, como le digo a ese universo de los mantras. Los dos somos budistas y el hecho de reconocerlo es fundamental para mí, pues la religión es importante en mis días. Me conozco bastante como para saber que las instituciones son algo relevante en mi vida. El Estado, si quieren, aunque puedo concebir otras formas disruptivas de organizarse. Y la religión es uno de esos eslabones que me atan al misterio, lo más sagrado en mi forma de entender la tradición que profeso. Tengo otras manías, como asistir a un lugar donde la gente habla los secretos más refinados y uno se revuelca en su propia oscuridad para aprender a verse desde los demás. Pero sucede que, desde que accedí a esta forma de vida, lejos de aquel supersónico mes, hasta me ha dado por no contar mi más absoluta verdad, pues veo en todo los rincones la posibilidad de lo opuesto y me imagino que habrá en cualquier lado gente que me quiere pisar. Y esto se ha acrecentado, pues me he metido en unos vericuetos donde ciertas personas, escasas siempre, lo identifican a uno y le dicen cosas, para bien o para mal, pero uno se va convirtiendo en un personaje, en una imagen dada por un intermediario. Hay quienes me conocen por lo que escribo, pero ahora ya ni escribo tanto mi realidad desparramada, sino más bien abono a esa visión personificada de alguien que es parte de una causa, de un ideal, de una constelación de actores que empujan algo metafísico hacia un punto aún más insospechado. En todo este viaje uno se gana enemigos, cosa que a mí no me interesa demasiado, pero que resulta inevitable. Entonces aprendí a hacer enemigos y a bloquear gente. A que me pele la verga caerle bien a la mara. En el fondo, todo este arquetipo del buen chico ha sido una forma hepática de relacionarme con mis carencias de la edad temprana. Claro, un escritor debe saber defender su texto aunque sea una mierda. Porque todos te quieren cortar la cabeza. Y en esta pugna florece de nuevo el conflicto porque lo que yo busco y lo que mi tradición en realidad busca es, ante todo, desconceptualizar la vida. Es decir, que emane el bendito aroma del vacío que se apodera de todo. Cuando veo un geranio (lo estoy viendo hermenéuticamente en este momento), allí está ese perfume ausente de prejuicios. Cuando estoy en la cueva frente al río y me siento a cultivar las flores de la mente, donde las intenciones se diluyen, estoy bien. Pero al regresar al asfalto, a las mesas de póker, como que algo me acuchilla, como que yo mismo me acuchillo, y pienso en todo eso del poder, ese monstruo desorbitante que está allí seduciendo como el mejor pase de cocaína. Pero en todo caso la renuncia es difícil, pues debe ser austera y juguetona. Estamos en un baile, dice un amigo, en una danza infinita en medio de palabras y lluvias que seguirán cayendo y volando más allá de mis pecados.
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