Son espacios públicos ocupados por cientos de miles de indignados, por miles de personas que exigen un gobierno verdaderamente democrático, que demandan ponerle fin a la codicia de las corporaciones, que rechazan las medidas de austeridad, que protestan la privatización de la educación pública. Si hay algo que tienen en común estas diversas expresiones de indignación, más allá del rechazo a un sistema político y económico cada vez más corrupto e injusto, es la reapropiación del espacio público. ¿Cómo podemos concebir esta reapropiación? ¿Qué ocupan los que protestan y por qué?
En términos generales, concebimos el tiempo de dos maneras: (1) como inequívocamente lineal, unidireccional y marcado irremediablemente por un origen y un fin; o (2) como la experiencia cotidiana y tangible de un tiempo cíclico evidenciado por la sucesión de días, meses, estaciones y años. El primero, teleológico y cronológico, puede ser medido y organizado pues busca la continuidad del presente, privilegia los fines sobre los medios y da prioridad a los resultados por sobre la experiencia. Es, como lo llamó Walter Benjamin, el tiempo vacío y homogéneo del capital y su concepción economicista de progreso. El segundo, por el contrario, es el tiempo variable e indefinido de la cotidianidad, del día a día, y es determinado más por la percepción y experiencia del mismo, así como por los afectos que posibilita. Si bien somos conscientes que nuestras vidas discurren en un tiempo abstracto y cronológico entre un origen generalmente determinable y un fin que si bien no podemos precisar sabemos cierto, es únicamente al tiempo cíclico de la cotidianidad y la experiencia al que le podemos dar significado y sentido, lo que a su vez nos permite convertir el tiempo abstracto en nuestro tiempo, el tiempo en que amamos, sufrimos, soñamos y nos indignamos. Este tiempo cotidiano es necesariamente conceptualizado como flexible e inconmensurable ya que nuestra percepción del mismo varía de acuerdo a las experiencias que tenemos.
Además de transcurrir en el tiempo, nuestras vidas obviamente acontecen en espacios físicos. Podemos pues asociar las dos temporalidades discutidas arriba a dos nociones correlativas de espacio. Por una parte, podemos relacionar la concepción absoluta, lineal y cronológica del tiempo con una noción de espacio como absoluto e indiferenciable, un puro espacio que privilegia la circulación por sobre la experiencia y optimiza la medición, organización, control y distribución de la tierra, las poblaciones y los recursos. Es, por ejemplo, el espacio del valor de cambio, el planeamiento urbano y la organización administrativa del territorio nacional en regiones, provincias, departamento o estados. Por otra parte, podemos asociar la concepción cíclica del tiempo a un espacio diferenciado dotado de valor de uso y significación, es decir, los lugares donde se desarrolla lo cotidiano y se fijan experiencias y memorias. Sin embargo, como señala Yi-Fu Tuan en Espacio y lugar: la perspectiva de la experiencia, “el conocimiento abstracto sobre un lugar puede ser adquirido con brevedad si uno es diligente, pero el sentir del lugar toma más tiempo pues sólo se logra con experiencias, la mayoría de ellas efímeras y poco dramáticas, repetidas día a día y durante varios años”. Es esta experiencia cíclica del tiempo —el día a día, lo cotidiano— lo que nos da acceso a lugares y, consecuentemente, a la posibilidad de significación y memoria.
Es por ello que el Estado y el capital, en particular el financiero, buscan mediante un proceso de des-familiarización y des-contextualización tornar cualquier espacio diferenciable, cualquier lugar, en un puro espacio sin referentes determinables para así imposibilitar la fijación de memorias y experiencias. Así, un mall se convierte en cualquier mall; un suburbio norteamericano se convierte en cualquier suburbio de Beijing, Londres o Guatemala; un McDonald´s se convierte en cualquier McDonald´s; y un gobierno se convierte en cualquier gobierno. Más aún, los medios de comunicación persiguen homogeneizar tanto la información como la realidad en sí a través de diversas estrategias que, por ejemplo, dan la misma o menor importancia a Occupy Wall St. que a las actividades sociales de las Kardashians, a las leyes anti-inmigrantes de Arizona que a los amoríos de Jennifer Aniston.
Este bombardeo continuo e indiferenciado de “información” pretende anular cualquier posibilidad de reflexión crítica que pueda dar paso al cuestionamiento, la duda y la insatisfacción, mismas que son, precisamente, lo que permite transformar la información en conocimiento crítico, deseo o acción colectiva. Son precisamente esas actividades, lugares y momentos que invitan y posibilitan la reflexión lo que el capitalismo (financiero) busca suprimir para que, dada la intercambiable y excesiva cantidad de información, no seamos capaces de pensar críticamente. No es pues una coincidencia que el ejemplo perfecto de sutura entre espectáculo, inmediatez y consumismo sea esa fascinante aberración llamada Las Vegas, el no-lugar por excelencia: un puro espacio des-contextualizado y des-familiarizado que elimina lo público y con ello la memoria colectiva que pueda tornarse en acción, en política. Tampoco es coincidencia que la sociedad que más reproduce este modelo, la estadounidense, sea a su vez la más sub-urbanizada y esparcida, la que menos apego y aprecio tiene por la vida urbana y los espacios públicos.
Como señala Lewis Mumford en La ciudad en la historia, la ciudad no surgió como centro económico sino como centro ritual pues su origen lo encontramos en el sepulcro y no en el comercio. Al ser los muertos los primeros en tener un lugar de residencia permanente —una caverna, un montículo marcado con una piedra, una parihuela colectiva— éste se convirtió en punto de referencia y centro ceremonioso al que los vivos retornaban con cierta regularidad, ya sea para comunicarse con los espíritus o para apaciguar su llamado. Fue sólo cuestión de tiempo que en esos centros rituales se establecieran poblaciones permanentes. Es por ello que es factible decir que el origen de la ciudad lo podemos ubicar en la memoria colectiva, la cual se produce y reproduce en la esfera pública, en los espacios públicos que permiten la posibilidad de acciones colectivas que producen memoria colectiva.
Es fácil ver, entonces, por qué el capitalismo (especialmente en su versión financiera) busca convertir cualquier lugar en un no-lugar, en un puro espacio de circulación que elimine cualquier marco de referencia, borre significados e inhiba la creación y fijación de la memoria colectiva. Más aún, este proceso de des-familiarización y des-contextualización del consumo busca presentar al capitalismo como natural, inevitable, inmemorial y atemporal, lo que a su vez genera un profundo sentimiento de pasividad y apatía, de no ser más que un receptor o espectador. Busca, también, mediante un proceso que procura convertir al individuo en un mero objeto/sujeto de consumo sumergido en un espacio-tiempo carente de significado que inhibe la reflexión crítica, la duda y el cuestionamiento necesario para lograr cualquier acción colectiva. Es por ello que se ocupan los espacios públicos: para re-significarlos y re-convertirlos en lugares donde se pueda fijar la memoria colectiva mediante la acumulación de experiencias cotidianas que a su vez posibiliten reflexiones críticas y colectivas que den paso a propuestas y acciones que generen un cambio.
La pregunta entonces es: ¿Por qué no existe vida pública en Guatemala? ¿Qué espacios públicos pudieran prestarse a esta re-significación colectiva? Y sobretodo, dada la abyecta realidad, ¿por qué siguen las calles vacías?
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