Antes que nada es importante establecer que no podemos hablar de estimular o legalizar el aborto libre, menos de promoverlo. Hablamos de despenalizar la interrupción voluntaria del embarazo en casos concretos. De removerle la sanción, la calificación delictiva, a un fenómeno que es habitual y muchas veces necesario. Aunque lo inevitable no es el aborto inducido en sí mismo, sino los embarazos forzados o no deseados y, por consiguiente, su intercepción en la clandestinidad. En otras palabras, no abogo por el libertinaje en aras de una supuesta autonomía para decidir que parece irresponsable, sino por la libertad para proteger debidamente la salud, la vida y el bienestar general de la mujer, la familia y la sociedad. Hablamos también de descriminalizar a la mujer que no sin penas, traumas y riesgos se ve forzada a practicar un aborto. Avanzamos un programa propio de los derechos humanos fundamentales, encuadrado, por un lado, dentro de los derechos sexuales y reproductivos y, por el otro, dentro de la ciencia de la salud pública.
Ius puniendi o el derecho a castigar
Las leyes penales están diseñadas para proteger ciertos valores —materiales e inmateriales— considerados por el legislador dignos de custodia pública. Por ejemplo, el delito de homicidio protege la vida, el de robo la propiedad, el de secuestro la libertad, etc. A estos activos se les llama bienes jurídicos tutelados. En el caso del delito de aborto, se dice que ampara la vida humana de la persona fecundada pero no nacida. Esta máxima legal se conoce como nasciturus y viene del derecho romano. No obstante, al observar su aplicación puntual encontramos que el bien protegido con los recursos de todos es en realidad la moral cristiana. Me explico. Por un lado, el delito de aborto penaliza un acto que es prácticamente inevitable, lo cual choca de frente con su lógica de proteger la vida del nasciturus. Y por el otro, al obligar al nasciturus a nacer y a la mujer a parir, estimula maternidades no deseadas, las cuales naturalmente retumban en la descomposición del tejido social. Entonces, si no protege efectivamente la vida del feto —pues se aborta igual— ni protege efectivamente la calidad de vida de la unidad familiar —pues se obliga a la mujer a ser madre—, ¿qué protege?
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Veamos las evidencias. Los abortos inducidos ocurren en la legalidad y en la clandestinidad por igual. Es decir, el régimen jurídico no incide en la realidad del aborto —no es un disuasivo—, sino únicamente en su narrativa —libertaria o moralista— y, sobre todo, en su abordaje: en los países donde el aborto clínico está debidamente regulado, la mortalidad materna disminuye dramáticamente y las condiciones sociales de los ya nacidos (o nutus) mejoran, pues la interrupción responsable del embarazo evita que se ensanchen las brechas de desigualdad, aumenten las tasas de pobreza o se engrosen estructuras criminales juveniles.
Por lo tanto, parece lógico pensar que el gran obstáculo hacia un consenso sociopolítico y legal en torno a la interrupción voluntaria del embarazo es nuestra incapacidad de separar conceptualmente la legitimidad de la facultad sancionadora del Estado en casos que amenazan la vida —como el homicidio— de la ilegitimidad sancionadora del Estado en casos que amenazan la moral cristiana y su narrativa obligada —como el aborto, el consumo de marihuana o el matrimonio entre personas del mismo género—. ¿Se ve la diferencia? Esto es políticamente relevante en el sentido de que la vida es un bien universal, digno de protección pública, mientras que la moral cristiana es una ideología sectorial, no universal y no natural. Por ello, en un Estado de derecho laico, su tutela es indebida y constituye una extralimitación jurídica, administrativa y, desde luego, ética.
Mientras tanto, la tendencia mundial en relación con el aborto ha sido de apertura científica y debate basado en la realidad concreta, lo cual ha conducido a su despenalización gradual. En Guatemala, el artículo 137 del Código Penal únicamente permite que se realicen abortos terapéuticos en caso de riesgo probado para la vida de la madre. Por su parte, los abortos procurados por violación sexual se penan con hasta tres años de prisión, con lo cual se criminaliza a la mujer ya de por sí abusada.
Postura
Favorezco una postura de naturaleza científica, humana, laica y apartidista. No es un posicionamiento ideológico como tal, sino una actitud ciudadana: desmitificar a la mujer como simple portadora de hijos, obligada a parir en todos los casos. Soy pro calidad de vida en su máxima amplitud y pro derecho a elegir la terminación segura del embarazo en casos expresos y limitados.
Rechazo la calificación de proaborto.
¿Y qué de los profamilia, provalores, provida? La mayoría de estos activismos están saturados de contradicciones fundamentales y esconden detrás de su retórica lo que verdaderamente promueven: un moralismo bíblico al más puro estilo American family values republicano. Pero el aborto es un problema científico y jurídico antes que un capricho religioso. Se ha visto que demonizar o dogmatizar acríticamente urgencias sociales nunca conduce a los objetivos establecidos pomposamente en la letra muerta. Cabría preguntarles a los provida por qué se rasgan las vestiduras en defensa de la persona no nacida (nasciturus), pero, una vez nacida (nutus), la discriminan. Toda su maquinaria ideológica está puesta al servicio del feto, pero les da igual si al nacer tendrá familia, salud, educación, nutrición y, en general, acceso a oportunidades para trazar una vida mínimamente decorosa. Además —ojo—, sus campañas terminan alentando abortos de alto riesgo en condiciones de clandestinidad, lo cual conduce a muertes masivas de mujeres embarazadas. ¿Provida?
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Finalmente, no es difícil entender que la vida no implica solo el nacer, sino el vivir bien. Dos derechos humanos fundamentales —el derecho a nacer en condiciones de viabilidad biológica y social y el derecho a vivir una vida digna—, como lo son también los derechos sexuales y reproductivos fundamentados en el método científico y salvaguardados por un robusto y asertivo constitucionalismo laico.
Posibles caminos
Naturalmente y en todos los casos, la energía social debe ser canalizada hacia esfuerzos de prevención de embarazos no deseados y, por extensión, de abortos inducidos.
Además de una despenalización escalonada y con límites, se sugiere:
- Una educación sexual integral, laica y científica desde temprana edad.
- Una fácil disponibilidad de métodos anticonceptivos —de emergencia y usuales—.
- La minimización deliberada de ecosistemas cultuales que dan paso a la normalización de la violencia sexual.
- El establecimiento de una infraestructura médico-administrativa bien equipada para realizar cirugías de terminación del embarazo en condiciones de salubridad, que elimine los riesgos propios de los abortos ilegales.
Estos procedimientos tendrían un costo progresivo, que iría de la gratuidad al establecimiento de un impuesto acorde a la capacidad de pago de cada familia o mujer. El tax serviría para desincentivar embarazos irresponsables en personas con suficiente acceso a información y a métodos de prevención de embarazo. En ningún caso sería prohibitivo.
Pero lo más importante es entender y aceptar que seguirá habiendo embarazos no deseados y su ulterior terminación voluntaria por mucha moralina, prejuicio y normativas punitivas que le metamos a la ensalada.
En fin, por las coloridas y fascinantes batallas de la vida, este es mi último texto del año en este medio amigo. Aterricé en este tema no solo porque es urgente, sino porque igualmente, alrededor de él, prevalecen la desinformación y la malinformación.
Aprovecho para agradecer a Plaza Pública por tanto y a los lectores por más. Se les quiere un montón.
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