Tuve la dicha de contar con magníficos maestros y la ilusión de hacer carrera me duró hasta el momento en que política y mercado resultaron ser –absurda y sacrílegamente–, la misma cosa. Ser calificado en política es ahora prescindible. Lo que prima son los “buenos” contactos, los compadrazgos y comadrazgos. Las habilidades discursivas y argumentativas fueron sustituidas por los sobornos, el chantaje y la charlatanería.
Como bien alude José Rubén Zamora en su columna de elPeriódico del pasado miércoles 26, los méritos, la experiencia y la probidad han pasado a ser virtudes de tontos, propias de seres ingenuos, sin imaginación o idiotas.
Bien común ¡Va! ¿Intereses nacionales? ¡A quién le importa! ¿Justicia social… qué fumaste? ¡Aquí no estamos para romanticismos! son las típicas expresiones de los “marchantes” de esa política que solo recluta y conserva a quienes comparten la misma ética pérfida. Quien no se adapta y colabora, es expulsado del juego.
Así, los retos de los honestos son mayúsculos pues tienen que poner a prueba su capacidad de resistencia, librar batallas riesgosas y además, someterse a la mirada inquisidora de una sociedad presta a criticar las malas conductas pero extremadamente tímida para reconocer las buenas.
¿Qué es lo que ha alimentado todo este relajo? Quien siembra higos debería cosechar higos. El terreno, la semilla, el ambiente y los agricultores tienen un cometido compartido. Entonces, ante esta realidad debemos suponer que todo estuvo mal y nadie está libre de culpa, pero sobre todo advertir que el problema va más allá del terreno político. Los escándalos en la vida pública son manifestaciones a gran escala de males internos –vinculados a la esfera privada–, de los cuales muchas veces resulta incómodo hablar.
Hace unos días, el negocio de un conocido, dedicado a las ventas por internet fue saboteado por la competencia. La página web estuvo inaccesible por unos días. Las pérdidas fueron considerables, tanto para él como para sus trabajadores que ganan por comisión.
Una amiga abrió un salón de belleza en un centro comercial muy conocido de la capital. Sus competidores se valieron de creativas argucias para desesperarla y obligarla a cerrar. Desde recurrir a contactos en varias dependencias públicas que llegaron a realizar sospechosas inspecciones y chantajes, hasta amenazas de muerte. Finalmente, lograron su cometido.
Ni qué decir del caso de Juan, el vendedor del mercado al que solía comprarle fruta. Un día de tantos no volví a verlo más. “Lo estaban extorsionando”, dijo el vecino. Tiempo después me enteré de que el extorsionista era aquel que días antes me lo contaba con rostro compungido, su primo.
Somos pasajeros de una fragata de piratas, donde ya no se sabe quién es quién, donde muchas bocas callan porque no están libres de culpa y las más atrevidas delatan a los impostores de vocación.
¿Cómo cambiar esta situación? si los corrompidos están por todos lados. ¿Quién querrá someterse a tremenda inmolación en un país ingrato que ha olvidado a muchos de sus mártires? Es más, que ni siquiera conoce su historia y ha hecho de los homenajes póstumos irónicas excepciones tardías.
Cuando veo las fotos de esos cientos de guatemaltecos que murieron por un ideal, me pregunto qué pasaría si por un instante hubieran tenido una visión apocalíptica del 2012 ¿Habrían decidido igualmente sacrificar la vida? ¿Qué pasó con esa ética social basada en el compromiso con los más necesitados?
Motivar, motivar, motivar. Liberar al Estado de tanto cuatrero es un reto complejo sobre todo porque el miedo es –una vez más– la táctica predilecta, porque el enemigo es un camaleón y el tamaño de su sombra traspasa el horizonte de lo imaginable. Complejo, porque temes quedarte solo, en un lugar donde todos gruñen pero pocos alguna vez decidimos lanzarnos al ruedo por el anhelo “idiota” de mejorar las cosas.
Me llegó temprano la sensación de obsolescencia.
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