El Mundial celebrado en Argentina en 1978, durante la dictadura de Videla, una de las más sanguinarias de América Latina, es un buen ejemplo de esto y un caso emblemático que empañó una conquista deportiva que se sentía como una victoria nacional.
El artículo también provocó que recordara mi visita a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) en Buenos Aires, la cual funcionó como centro clandestino de detención, tortura y exterminio entre 1976 y 1983 y que fue convertida en un espacio de memoria y derechos humanos como consecuencia de las políticas en pro de la verdad histórica. En ese lugar estuvieron detenidas 5,000 personas secuestradas por la dictadura militar. Ubicado a 1,300 metros del Estadio Monumental, es el punto más importante del bullicio popular que generaba el Mundial de futbol en 1978. Nunca olvidaré las narraciones de tortura y dolor que están impregnadas en cada rincón de la ex-ESMA, pruebas irrefutables de los múltiples intentos de asesinar la esperanza de una vida digna en sociedad.
Las narraciones sobre los días del 78 eran acongojantes e inimaginables. En mayo de ese año, los captores de Lisandro Raúl Cubas lo enviaron a él, como parte de su trabajo forzado, a entrevistar a César Luis Menotti, técnico de la selección argentina, con el objetivo de obtener una declaración de él a favor de la dictadura (lo cual no sucedió). Cubas narra, de aquella entrevista a solas con Menotti: «Fue una situación surrealista: yo estaba desaparecido, obligado a oficiar de periodista, y era muy futbolero, hincha de River. Quería que Alonso estuviera en la selección. Pensé qué pasaría si le hablo a Menotti y le digo en qué condición estoy (detenido). Qué pasaría. Pero no lo hice. Pensé que era peor el remedio que la enfermedad».
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Graciela Daleo, también detenida, recordó en su narración los momentos posteriores a la final de la copa: «Terminó el Mundial, todos celebrábamos y ahí entró Acosta [quien tomaba las decisiones sobre tortura y muerte en la ESMA]. Entró Acosta exultante diciendo: “Ganamos, ganamos”. Les dio la mano a los prisioneros varones. A las mujeres nos dio un beso. Cuando él dijo “ganamos, ganamos”, yo ahí tuve la certeza absoluta, que la repito siempre: si ellos ganaron, nosotros perdimos. Creo que esa es la evaluación más sintética de lo que fue el Mundial 78». Otro de los detenidos de capucha, después de su cautiverio, afirmó que eran momentos de alivio escuchar los gritos de gol de los aficionados en el Monumental y que todos los detenidos los festejaban porque sabían que eran de la selección. Era un momento de alegría en medio de la agonía.
Traigo a colación estas narraciones para reflexionar sobre cómo el futbol, cuando la muerte imperaba, era una esperanza para las víctimas. O, dicho de otro modo, cómo el mismo Mundial que sirvió de instrumento para el terrorismo del Estado argentino también era un suspiro para los detenidos en su lucha por la vida. Completamente surrealista. Pero el esclarecimiento histórico y la posibilidad de conocer la verdad han permitido que los argentinos adquieran conciencia de lo sucedido, y quizá esa sea una de las principales razones que hacen que en Argentina se reivindique y elogie más la conquista en México 86 que la conseguida en casa.
El futbol no solo es opio. También es un último grito de esperanza, ya que genera identidad, cohesión social, alegría colectiva, y hasta se convierte en una motivación para volver a creer en la vida, como sucedió en Uruguay en 2010, cuando se redujo la tasa de suicidios de ese país gracias al buen desempeño de su selección en el Mundial de Sudáfrica. Como sentenció Ezequiel en su artículo: «La historia ya ha demostrado que los réditos [de instrumentalizar el futbol], si los hay, tienen fecha de vencimiento».

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