Claro que aquí escribo más con el corazón que con el conocimiento estricto de los criterios de jurisprudencia internacional, del cual carezco por inexperiencia y, sin embargo, del cual carecen también todos esos otros guatemaltecos de a pie que en sus conversaciones íntimas y en los comentarios de los diarios electrónicos se llenan la boca y las teclas negando que aquí haya habido siquiera uno, simplemente porque no quieren que lo haya habido; simplemente porque no les parece importante que el ejército guatemalteco creado para supuestamente “defender” a los propios guatemaltecos se prestara a abrir panzas de guatemaltecas y extirpar fetos guatemaltecos, a somatar bebés guatemaltecos contra los árboles, a violar mujeres guatemaltecas, a ahorcar guatemaltecos y a dejar guatemaltecos enterrados en una fosa común como si fueran carroña animal, como si fueran basura que se quema en el patio.
Para mí es innegable el tinte étnico de estas masacres y negarlo me parece una vileza, por mucho que no me extrañe dada esta sociedad nauseabundamente racista que chilla viendo The Help pero separa los cubiertos con que comen las sirvientas. Aquí pareciera que la mara a pura fuerza, para llamarle genocidio a algo, necesita fotos en blanco y negro con una niña canchita de abrigo rosado como en La Lista de Schindler, porque si no es igual al holocausto judío, entonces no es genocidio.
Concuerdo con Mónica Mazariegos en que la calificación o no de genocidio le compete a un tribunal y, a título personal, de momento, creo que a los ciudadanos comunes nos atañe enfocarnos más en lo ocurrido que en el nombre técnico que se le pueda dar; siento que es una discusión que forzosamente debemos tener, pero para ello es menester ampliar nuestro rango de preguntas, de dudas, de indignaciones, más allá de las que simplonamente suelen plantearnos las voces oficiales tanto de un bando como del otro. Aún y cuando concuerdo también con Mario Roberto Morales, se me ha ocurrido plantearme algunas cuestiones adicionales.
Según la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 1948 y el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, se entiende por “genocidio” cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal: (a) Matanza de miembros del grupo; (b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; (c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; (d) Medidas destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo; (e) Traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo.
Aquí en Guatemala la discusión suele centrarse en el aspecto étnico y racial: todo se ve blanco o negro para afirmar o negar y allí acaba el asunto. Sin embargo, me pregunto ¿No es acabar en una noche, en una semana o en un mes con una aldea y que de pronto esa aldea no exista ya más, el genocidio de esa aldea, particularmente cuando en esa aldea los habitantes pertenecían todos a un grupo étnico determinado? ¿No es esto lo que ocurrió tantas veces que duele contarlas? ¿Acaso con lo ocurrido aquí no se cumplen prácticamente todos los supuestos del (a) al (e)?
Pues a esto me refiero con que no creo que haya habido un solo genocidio, sino muchos y cada uno debería tener derecho a ser juzgado por sí solo. No hacerlo, pienso, es atender a nuestra costumbre de ningunear lo rural, de verlo como chiquito, como menos. Pero en cada aldea arrasada, había vida: vida individual, vida familiar, vida comunitaria; madres, padres, abuelas, abuelos, niñas, niños, hermanos, primos, novios tímidos, novios aventados, mascotas, compañeros, amigos… una vida compuesta por muchas vidas que enteras fueron eliminadas por, precisamente, un genocidio.
Por otro lado, y aunque en este sentido no haya mucho qué hacer, llevo un buen rato preguntándome por la discrepancia entre la forma en que el Diccionario de la Real Academia Española define el genocidio en contraposición a la legislación Internacional. El diccionario indica que es el “Exterminio o eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, de etnia, de religión, de política o de nacionalidad”.
A mí me parece que el aspecto político/ideológico puede ser en muchos casos un factor innegable para el acaecimiento de una tragedia de este tipo. ¿Acaso la política, la ideología, no han sido también históricamente usadas para deshacerse de “los otros” de forma sistemática? ¿Acaso no fue eso lo que ocurrió en Guatemala, aunque para la tipificación como tal se requiera ciertas interpretaciones? Francia y España han ampliado sus propias definiciones de genocidio…¿No podríamos nosotros hacer lo mismo para incluir lo político, que notoriamente sigue siendo un riesgo latente en este país que no aprende de su historia porque no la conoce?
Me pregunto también, constantemente, por qué los guatemaltecos, en particular los capitalinos, parecen (no, no me incluyo) negados a la más mínima empatía. No entiendo cómo toda esa gente clasemediera que por un robo de celular se la pasa paranoica por semanas –si no es que meses–, que tiembla y suda cuando, yendo en carro, ve venir a alguien en moto, puede no comprender el terror que sintió (y seguramente sigue sintiendo) alguien que sobrevivió una masacre durante la guerra y la sensación que le provoca ver a un soldado imponiéndosele, sea para lo que sea.
No entiendo cómo los muchos que siguen compartiendo los volantes con las caras de los niños Barreda, que ensalzan la lucha de la familia de Cristina, que jamás dirían a los Siekavizza “ay, hombre, ya dejen atrás el pasado y perdonen a la señora de Barreda, pobrecita” no se tientan el alma para pretender que esa innumerable cantidad de familias víctimas de la guerra que hoy exigen justicia con la ayuda de quien puedan, sí, en efecto, olviden el pasado, hagan como que su dolor y su miedo y su ira dejen súbita y casi mágicamente de existir. ¿Acaso sus pérdidas son menos valiosas?
Esto, en fin, no es asunto de derechas contra izquierdas; no se trata de ex-guerrilleros contra militares. Aquí basta con tener conciencia, cosa que en teoría debería abundar en un país que se hace llamar cristiano. Que todo por lo que hoy Efraín Ríos Montt se sienta por fin el banquillo de los acusados ocurrió, es innegable. Tan innegable como que queda demasiado pendiente, incluyendo los delitos que pudieron ser cometidos por los grupos insurgentes que estén excluidos de la amnistía (y no con esto pretendo justificar el contraargumento estúpido de que “para juzgar militares lo justo es juzgar también guerrilleros”, porque una cosa nada tiene que ver con la otra y ni los daños causados a Guatemala fueron 50-50 ni un marido golpeador puede alegar que para que lo condenen, condenen también a su primo que hace lo mismo con la respectiva esposa ni es igual que a uno lo mate un policía o un soldado que el prójimo común y corriente).
Aquí lo que todo guatemalteco debería exigir es el merecido castigo: justicia, que le llaman, aunque esa palabra pareciéramos no conocerla ni practicarla en Guatemala.
Más de este autor