Gobernar el resentimiento

René Descartes decía que no hay cosa más común que el resentimiento. F. Dostoievski lo sabía también e inspiró en él una de sus grandes obras, Humillados y ofendidos. En ella narra las vivencias de un grupo de personas que sufren y exigen justicia por los perjuicios y degradación de la que fueron víctimas. La sutileza del relato descansa en ese tono de esperanza que libera, no en forma de salvación, sino de redención moral.

Pero no hace falta llegar hasta este genial autor para experimentar conmoción. Basta con ver hacia adentro o rondar las proximidades. Hace algún tiempo, en un proceso de mediación, Esteban expresó este fragmento aleccionador:

“No me gusta pensar en esto porque me duele, pero no puedo evitarlo, es una idea fija que me domina, un verdadero tormento.   Vivo pensando en lo que hubiera sido de mi vida si esa persona no me hubiera hecho eso. Siempre la culpo.  Si algo me sale bien, pienso que pudo haber sido mejor de no ser por lo que me hizo. Y si algo me sale mal, con mayor razón. La ira y la rabia eclipsan mis días. No tengo paz. Lo  peor es que  he inducido a mis hijos a compartir un odio que les es ajeno”.  Y, ¿Qué quiere? pregunté.  “Sólo quisiera que esa persona sienta lo mismo que yo, que sufra lo que yo sufro, y de ser posible... más”. 

A veces, el pasado está más presente que el presente mismo.  Nuestra sociedad se parece cada vez más a un güipil bordado en blanco y negro. En este territorio viven más resentimientos que seres humanos. Rencores familiares, ideológicos, étnicos, de clase, religión y  anti-yanquis.  Están los que alborotan la rabia de los  colonizados, los militares y  guerrilleros. Los que sufren las víctimas de la despiadada delincuencia.

Somos vasallos de la eterna sospecha, de los pulsos desaforados, de  las venganzas materializadas o inhibidas.

No hay duda, el mejor remedio es la justicia, pero también  lo es  tratar de mantener la cordura que ayude a  regenerar y recuperar los tejidos rotos. Poco ayudan los aguafiestas (resentidos sociales u oportunistas) que empañan con sádico afán nuestros escasos momentos de gloria, atizando resentimientos pasados y adobándolos con nuevos, con el único afán de descargar su ira, lograr simpatías o hacerse notar. “Joden, luego existen…”, diría la tía Rosa. 

El principal reto de habitantes y autoridades es aprender a gobernar el resentimiento. Este es el gran y real cepo que inmoviliza planes y  propósitos. Removerlo es un asunto  profundamente sensible y voluntario. La violencia y las ordenanzas son advenedizas. Ni la ley ni las armas han logrado apaciguar las pasiones y necesidades humanas, solamente la  empatía, la escucha y el diálogo restaurador.

Sé bien que luego de la ofensa y la humillación no se vuelve a ser el mismo pero nada es tan liberador como recuperar el poder de gobernar la propia vida. Puede optarse por la paz y el perdón, o dejar que el veneno letal del rencor nos aniquile el alma. ¿Qué decisión tomar?

Guatemala es un canasto de hilos sueltos. Todos estamos llamados a ser tejedores en movimiento, listos  a entrecruzarse en un acompasado ritmo de relaciones restauradas. Podemos crear atractivos y llamativos diseños a partir de la combinación de colores y armónicos contrastes, continuar el deshilado o seguir bordando en blanco y negro.

Por mi parte, reclamo el derecho a gozar de mis pequeñas glorias, a no dejarme perturbar por las amarguras ajenas y a ver más allá de este incesante purgatorio.