“No hay marcha atrás”, advierte la ministra Del Águila. Unos aplauden. Otros preparan el desquite. Yo soy del primer grupo.
De pequeña aprendí el valor de la autoridad y desarrollé respeto por ella. Fui la que más nalgadas y reprendas recibí de mis hermanas. No porque fuera rebelde sino malcriada, transgresora y respondona. Creo que mis padres, incluso, apreciaban mi rebeldía. “Está bien que seas valiente, que querrás ser autónoma y nos agrada que seas pensante, pero aquí hay reglas, estás bajo nuestra tutela y mientras estés bajo este techo las tendrás que cumplir”. Me fastidió la embocadura, sobre todo durante la adolescencia, única etapa en la que tuve la sensación de saberlo todo y tomar decisiones, era la cosa más fácil del mundo. Del pago de consecuencias prefiero ni hablar.
En el colegio también había normas, jerarquías, rutinas, rituales, sanciones, premios y castigos. Fue ahí donde terminé de desarrollar las nociones de orden y transgresión, de respeto, disciplina y obediencia. ¡Coherencia entre discurso y práctica! exigía madre Lucía. Supe así que la libertad se aprende, que se nace libre pero también responsable. Enseñar esto es una de las principales misiones del magisterio.
Por eso es que me pregunto, ¿Qué pasa ahora con el sentido de autoridad? ¿Cómo se vive esa relación en el hogar y en el aula?
Si yo hubiera dado a mis hijos la potestad de definir las reglas de la casa a los 15 años, hoy viviría en un zoológico y el hogar se hubiera transformado en un hotel del cual yo sería simplemente la administradora. Está bien promover y escuchar la voz de los jóvenes pero ello no debe conducir al desorden y la anarquía.
Cuando oigo a los líderes estudiantiles declarar: “Estamos en contra de la propuesta impuesta por el MINUDEC”,* y victimizarse diciendo que el Presidente, en lugar de arremeter en contra de ellos, debería de hacerlo en contra de los delincuentes, me pregunto si ellos están dispuestos a dejar en manos de sus futuros alumnos la responsabilidad de elaborar las normas de disciplina en el aula, la libertad de decidir si quieren recibir matemática o no, de extender el recreo, o de permitirles tan siquiera el ingreso. ¿A dónde conduciría tal permisividad?
No hay imposiciones cuando hay autoridad. Esto no es un asunto de ideologías, es un asunto de orden, condición necesaria para que cualquier conglomerado humano pueda lograr los objetivos que se propone.
Qué bien que los estudiantes tengan opinión, que piensen, que estén interesados en proponer y tengan liderazgo. J. Walters decía que “El liderazgo es una oportunidad de servir, no de lucirse”. Por lo que si realmente quieren servir, tienen que analizar hasta dónde sus ideas benefician la educación de las futuras generaciones, hasta dónde su actuar responde al ideal de ciudadanos y de maestros que necesitamos como país y, qué tanto su sabiduría y la de sus mentores contribuye al desarrollo.
Puede ser que la propuesta de la ministra Del Águila tenga que ser mejorada y definitivamente no resuelve todos los problemas de la calidad educativa. Obviamente, también toca sensibilidades e intereses distintos, pero es un avance importante y noble en sus principios que cuenta con el análisis técnico de grupos de profesionales que sirvieron en distintos períodos de gobierno y el apoyo de las universidades Rafael Landívar, San Carlos y Del Valle.
Quienes optaban por la carrera magisterial con el único interés de insertarse al mercado laboral, merecen ahora la oportunidad de acceder a otras alternativas de instrucción.
Quienes tengan real vocación docente no verán en ello un castigo sino una oportunidad que amerita un mayor respaldo por parte del Estado.
Así, la propuesta del Ministerio de Educación tiene ahora la misión de cumplir una doble función educativa: la que deriva de sus objetivos, y la que demanda el proceso de su acatamiento e implementación. Como madre y educadora sé bien que gobernar es educar.
*Diario Siglo21. 20 de septiembre 2012.
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