Competí para este cargo con la certeza de la victoria y de mis capacidades personales para desempeñarlo. De hecho, mi militancia política empezó a los 19 años en el movimiento estudiantil y revolucionario. Considero que la bancada ha desarrollado un papel digno en el Congreso de la República. Sus miembros nos hemos complementado, pero sospecho que las tensas relaciones que se ensancharon dentro del partido entre algunos de nosotros y su secretario general, Pablo Monsanto, terminarán de definir el rumbo del proyecto político que alguna vez se quiso que contribuyera a la rearticulación de la izquierda en Guatemala.
En lo que a mí respecta, puedo decir que el ser humano se compone, como se sabe, de sus condiciones sociales de vida, así como de sus propias experiencias y, finalmente, de sus estudios. Y en ese camino se cometen muchos errores y algunos aciertos, pero, si para algo sirve la edad (ya tengo 49), es para aprender que las cosas no son como las pintan.
Y tal vez haber pasado tanto por seminarios teológicos como por organizaciones revolucionarias me dio algunas virtudes y algunos defectos. Por ejemplo, me dan alergia los dogmatismos. Precisamente porque, en mi etapa de juventud, los dogmas fueron el principal método de enseñanza para la acción (tanto en la política como en la religión). Pero, a la vez, al comprender la naturaleza de las ideas comprendí la necesidad de avanzar escudriñando en ellas. Y en lo humano procuro internalizar el no juzgar a nadie, así como el estar siempre listo al perdón, pese a que sigo siendo un autoritario de facto.
En lo político, y ya hasta cuando había cumplido los 35 años, me fascinó posicionarme como gramsciano entendiendo que este enfoque era un término medio (o un avance) entre el leninismo (el método violento y radical de sustitución de un poder por otro) y una praxis pacífica que privilegia la resistencia y la reconstrucción teórica de lo establecido en el marco de una comprensión del poder político como cambiante a pesar de ella misma: algo que teóricos posteriores como Foucault y Mouffe, por ejemplo, han proseguido a su modo.
En lo cristiano me decanté por el calvinismo presbiteriano con su modo de gobierno colegiado y horizontal en el consistorio (algo así como un senado). En la economía, tanto la experiencia histórica (en el lapso de mi vida) como la teórica me hicieron ver que el colectivismo puro (o el asambleísmo puro, lleno de felicidad para todos y todas) existió acaso antes del Estado o quizá existirá algún día en el paraíso, pero que aquí y ahora solo un Estado que se centra en los derechos y en las libertades plenas de la ciudadanía tiene sentido.
Sabidos ya de que tanto el socialismo de Estado como el capitalismo elitista (dizque sin Estado) han sido un fracaso, conviene consensuar juntos un modelo de desarrollo en el cual el Estado regulador y activo sea una realidad en beneficio de la democracia social y ética.
En fin, podría decirse que soy ecléctico en muchas cosas. La única certeza que tengo es que solo la democracia entendida como soberanía del pueblo, competitiva, gracias a la cual las mayorías conviven con las minorías por medio de instituciones fuertes y un pluralismo justo, es la única forma de que salgamos algún día de la polarización y el subdesarrollo.
Por cierto, ya no pienso como pensaba a los 19 años. Además, el mundo cambió y he tratado de ajustarme a ello. La política del sacrificio y de los ideales la aprendí en el movimiento revolucionario, pero la política de la práctica, tal como ocurre en Guatemala, la aprendí de Nineth Montenegro.
Hay mucha gente más a la cual agradecer y mucho que seguir aprendiendo. Lo cierto es que este año aprendí la política real con la clase política real que ha gobernado este país: una en la que cada voto cuenta, todo representante cuenta, cada minuto cuenta; una en la que se combinan lo peor de la privatización de la política con la de la mejor intención de democratizar y ciudadanizar la política.
Desde luego, no se puede satisfacer a todos. Y muchas veces los medios resaltan más la polémica que las propuestas. Mis propuestas de leyes marco de reciclaje y de contaminación visual, por ejemplo, han recibido menos atención que la del cannabis. Siendo todas importantes, no siempre se consigue hallar el eco suficiente en todo.
En fin, Guatemala sigue siendo mi utopía, como la de muchos.
Y en esa utopía todos los sectores y actores progresistas deberíamos tener un lugar y una trinchera donde el fuego amigo y los daños colaterales se reduzcan al mínimo para algún día gobernar este país desde una lógica democrática, y ya no elitista.
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