Las definiciones de hambre son múltiples y diversas, poco claras en términos cuantificables, y sin un consenso mundial sobre la misma. Los que siguen la realidad guatemalteca sobre hambre entenderán bien de qué estoy hablando. Los titulares de prensa no son inocentes, ni las declaraciones políticas, y por eso me gustaría aportar algunas ideas para poder separar la paja del grano, tal y como se ha hecho estos días acertadamente en otro medio de comunicación. Pero el mito de la hambruna es poderoso, y hacen falta muchos esfuerzos para modificarlo.
Hambre es un concepto coloquial, entendible y mucho más amplio conceptualmente que hambruna. No tiene una limitación temporal o geográfica precisa, es multicausal, de naturaleza crónica y muy dependientes de factores causales antrópicos. El hambre tiene dos acepciones principales, que son “la sensación física dolorosa o desagradable causada por la falta de alimento”, que todos entendemos y hemos vivido alguna vez y, por otro lado, “la recurrente falta de acceso a los alimentos”.
La hambruna, por otro lado, se puede definir como una grave escasez de alimentos en un área geográfica grande y determinada, que nunca abarca un país entero, y que afecta a un gran número de personas en un periodo de tiempo limitado: no hay hambrunas que duren cinco años. La consecuencia suele ser la muerte por inanición de gran parte de la población afectada, precedida por una grave desnutrición infantil. Tal y como señaló Amartya Sen, desde la existencia de una prensa libre, las hambrunas si comienzan suelen durar poco, pues la presión mediática y el sistema actual de atención a las emergencias humanitarias se encargan de hacer frente al problema.
La hambruna puede definirse como proceso o como resultado, y también hay numerosas definiciones teóricas diferentes. Desde un punto de vista nutricional y operativo, la hambruna se puede considerar como tal si la tasa de mortalidad infantil excede dos niños por cada 10 mil personas por día, o la desnutrición aguda infantil sobrepasa el 15%. En todo caso, hay que considerar las tasas habituales de mortalidad y desnutrición infantil en la zona o país, y ponderar los umbrales considerando cada caso.
En los últimos 25 años, lo más parecido a una hambruna, aunque muy limitada en intensidad, tiempo y espacio, fue lo que sucedió en Jocotán en 2001, a causa de la prolongada sequía que afectó a la zona y que impactó sobre todo en poblaciones indígenas, tradicionalmente pobres y muy marginalizadas. Si nos atenemos a las cifras absolutas, tasas de mortalidad y magnitud de impacto, aquello no puede considerarse propiamente una hambruna. Es decir, que por mucho que aparezca el nombre en la prensa, no hemos vivido una hambruna en nuestro hambriento país desde hace muchísimos años. El hambre mata más gente que las balas, y al final se mueren de cualquier manera, pero no mueren como consecuencia de una hambruna. A cada cosa, por su nombre.
Si vulgarizamos el uso de la palabra “hambruna” y lo aplicamos a cualquier situación, corremos el riesgo de tergiversar la realidad y desnaturalizar su significado. Al igual que una muerte violenta no es una matanza, ni una masacre se puede equiparar con un genocidio, la hambruna no es hambre, y sí un fenómeno particular y mortal, que requiere una intervención inmediata y humanitaria, y cuyas soluciones difieren en intensidad, emergencia y metodologías de un periodo de hambre estructural. El problema de Guatemala es el hambre estructural, medida como desnutrición crónica infantil, y que tiene una forma de tratarla y prevenirla diferente de cómo se aborda una hambruna. Diagnosticar las enfermedades de manera errónea nos lleva a tratamientos que no funcionan.
Que se muera un solo niño o niña de desnutrición aguda es una vergüenza nacional y una inmoralidad, pero sólo si muere más de dos niños a diario por cada 10 mil habitantes podemos considerarlo hambruna. Y hasta ahora no las hemos tenido. Esperamos seguir así.
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