Cuando lo conocí trabajaba de ayudante de soldador en un taller cuyo propietario era un viejo huraño y mal encarado. Tenía que aguantarse los malos humores del dueño, además de las pesadas bromas de sus compañeros que estaban en una escala levemente superior. Es decir, de los soldadores.
Sus funciones como ayudante eran las que todo primerizo sin educación formal y experiencia debía hacer. Llevar y traer las herramientas, limpiarlas, barrer, alimentar a los perros guardianes. Ir por la...
Cuando lo conocí trabajaba de ayudante de soldador en un taller cuyo propietario era un viejo huraño y mal encarado. Tenía que aguantarse los malos humores del dueño, además de las pesadas bromas de sus compañeros que estaban en una escala levemente superior. Es decir, de los soldadores.
Sus funciones como ayudante eran las que todo primerizo sin educación formal y experiencia debía hacer. Llevar y traer las herramientas, limpiarlas, barrer, alimentar a los perros guardianes. Ir por las aguas, las tortillas y los almuerzos. Los sábados a mediodía por las cervezas. Y lavar el carro del viejo antes de sentarse a tomar una.
Pero en los minutos que le quedaban a la hora después de apurar el almuerzo, él era la estrella. Entonces, los soldadores entraban en su territorio: el fútbol. Jugaba como ningún otro empleado en aquel taller. Se divertía toreando con sus fintas al soldador que fungía como su jefe inmediato. Reía a enormes carcajadas seguramente recordando cada orden que con mala leche le daba. Tal vez solo son conjeturas mías. Tenerlo jugando en el equipo era garantía de victoria. Como buen salvadoreño y buen ciudadano en tierras extrañas, admiraba y hablaba mucho del Mágico González. Su héroe, su alter ego.
Finalmente el viejo lo despidió. Época de vacas flacas en el taller. El otrora desfile de cabezales y furgones, se redujeron a dos o cuando era una buena semana, tres. Fue el primero en irse. Con el paso de las semanas, el taller quedó desolado, ya ni siquiera se podía jugar al fútbol por la falta de operarios.
Recordamos esos años mientras nos tomamos un agua en un comedor. Por su forma física deduzco que sería imposible verlo ahora intentar una finta. Sus carcajadas cuando recordamos las chamuscas, me dejan claro que mis conjeturas eran equivocadas. Él disfrutaba jugar al futbol. Pregunta por mi vida. Que intento escribir, le cuento. Me sonríe y con su mirada parece decirme: yo intento vivir.
Me cuenta de su vida. Sigue viviendo donde siempre, ahora trabaja repartiendo bebidas gaseosas. El vendedor le da órdenes que recoge y con su tróquel va de tienda en tienda repartiendo los pedidos. Así todo el día. Le pregunto por su hija. “Le hicieron un hijo, ya soy abuelo”, me dice. Hago cuentas rápidamente. Es abuelo a la misma edad que sus padres lo fueron. Por eso intentó ese viaje al norte. Pero lo deportaron a la frontera entre México y Guatemala. Decidió continuar con su vida en esta ciudad. Y mandó por su hija.
Por aquellos días fue cuando lo conocí. Le sigo preguntando por su hija. Que se fue para el norte, me cuenta. Es ahora ella quien lo intenta. Recién se acaba de ir y él se quedó a cargo de su nieta. ¿Y el padre? Por ahí anda. Ojalá no le pase nada. Asienta con la cabeza mientras mira el envase casi vacío. Pagamos las bebidas y nos despedimos.
Pocas cosas han cambiado en estos 15 años. Un puñado de presidentes y uno más que se sumará en estos días. Alguna obra de concreto por acá y un hundimiento nuevo por allá. Las mismas condiciones que siguen expulsando ciudadanos en la eterna búsqueda de un sueño mejor. Intento imaginar la vida de los cientos de personas que a diario se van de estos países en esas condiciones. Con las cosas que cuentan los que han intentado ese viaje, poco halagador, poco halagador.
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