Los discursos que se entrelazan entre víctimas y victimarios, entre agredidos y agresores supone una realidad plana construida artificialmente. El argumento étnico en boca de antropólogos políticamente correctos ha salido nuevamente a relucir, entre un sentido de denuncia y otro de mea culpa.
Entre víctimas y victimización hay una gran diferencia, mientras que la primera es una condición, que en el contexto de lo sucedido en Guatemala, en algunos casos, impuesta, la segunda se constitu...
Los discursos que se entrelazan entre víctimas y victimarios, entre agredidos y agresores supone una realidad plana construida artificialmente. El argumento étnico en boca de antropólogos políticamente correctos ha salido nuevamente a relucir, entre un sentido de denuncia y otro de mea culpa.
Entre víctimas y victimización hay una gran diferencia, mientras que la primera es una condición, que en el contexto de lo sucedido en Guatemala, en algunos casos, impuesta, la segunda se constituye como un cuerpo ideológico, discursos que ponen a la víctima en el centro, amplía el horizonte de lo que es y no es, y más interesante aún, dibuja al otro como el causante, el victimario que no admite gradaciones.
Para ubicarlo en el contexto histórico observemos el desarrollo de la campaña a favor del otorgamiento del Premio Nobel de la Paz a la señora Rigoberta Menchú, el tema de la denuncia sobre las violaciones a los derechos humanos a la población indígena (que aún no ha desarrollado totalmente el discurso de la identidad política maya) es dispuesto en las agendas políticas de las agencias de cooperación internacional y en los organismos multilaterales. La denuncia evidentemente conllevaba la presentación de la víctima para que ella hablara por sí sola, de hecho es evidente el ejemplo de la misma Rigoberta Menchú, que a diferencia de todos los demás galardonados por el mismo premio el criterio de mayor peso para otorgárselo (más allá de su limitada vida diplomática) fue su “representatividad de un pueblo victimizado”.
El criterio paternalista que comenzó a desarrollarse en las agencias de cooperación era apoyar a que esos mismos pueblos pudieran superar su “rezago histórico” (suponiendo erradamente que el régimen existente no incluía a los indios) como elemento interesante durante buena parte de la década de los ochentas universidades y comunidades religiosas habían visto desfilar indígenas llevados por organizaciones “solidarias” para que brindaran sus testimonios de dolor, y en otras audiencias hablaban de resistencias especialmente entre estudiantes o sindicalistas que requerían de discursos más determinados, de hecho la misma Rigoberta Menchú en su relato de vida “Me llamo Rigoberta Menchú, así me nació la conciencia” afirma que había resistido levantado trampas (estilo Vietnam) en los caminos contra el Ejército guatemalteco, esto evidentemente pasó a un segundo plano.
En determinado momento, el público que sentía empatía por el dolor humano aportó más recursos por las víctimas por razones humanitarias y solidaridad cristiana, el discurso victimicista comenzó a rendir más que aquel que mostraba indígenas guerreros, de hecho tampoco las organizaciones político militares de izquierda estaban interesadas en desarrollar el componente étnico del conflicto, aun cuando reconocían las contradicciones sociales, estaban conscientes que las estructuras de poder dentro de las mismas organizaciones clandestinas estaban lideradas por mestizos citadinos, con una empatía hacia el “indio” en tanto clase y no por su cultura, incluso algunos consideraban a aquella como lo hizo Severo Martínez Peláez, como reminiscencia de la Colonia.
De la victimización se pasó a la revitalización cultural bajo el argumento que el mundo y Guatemala tienen cuentas pendientes con ellos, que es necesario recuperar lo arrebatado y no lo perdido, la victimización ya no sólo es el recuento de dolores sino en determinados momentos recurre al rencor como argumento incluso basado en esencialismos milenaristas, evocan una nueva religiosidad “políticamente correcta” cosmogónica.
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