El ejercicio de esa facultad no puede descansar sobre la base de los intereses o las preocupaciones particulares de una o más personas. Lo que se exige es que, tanto en la selección de acciones que se deben prohibir e incorporar en la ley para imponer una pena como en el momento de la privación de libertad, el ius puniendi observe una serie de límites que encontramos en los principios y garantías constitucionales, en la doctrina y en el derecho internacional relativo a los derechos humanos.
Con la exclusiva protección de los bienes jurídicos, las entidades del Estado deben estructurarse pensando en cuatro momentos: a) la doctrina, que debe estar orientada a los derechos humanos; b) las normas, que deben responder a una actuación que canalice de forma efectiva la solución de conflictos y los procedimientos informados de garantías; c) la institucionalidad adecuada para que toda la función se pueda ejercer de forma diligente, y d) la formación permanente de los funcionarios o empleados del sistema.
Hacer vivir un modelo de garantías constitucionales y penales no es cosa sencilla y tampoco barata. ¿Por qué? Por los riesgos que representa el ejercicio de un poder punitivo desbordado. Por ejemplo, cuando un grupo de policías detiene a varias personas sin delito alguno en un club nocturno, lo que hace es vulnerar derechos y generarle más costos de operación al Estado, pues activa todo el sistema. Otro ejemplo es el caso que expuse en una columna pasada sobre el castigo policial.
El profesor Zaffaroni, a partir de lo dicho, invitaría a que recordemos siempre dónde estamos parados, es decir, a que no olvidemos el pasado punitivo del Estado para saber hasta dónde hemos llegado y adónde no queremos regresar. Esto lo haría, además, acompañado de su ejemplo del hombre gigante que se llama Estado democrático de derecho, en cuyo interior vive un hombre más pequeño llamado Estado policía, que quiere reventarle la cabeza al primero para poder imperar.
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Esos intentos de volverse Estado policía tienen muchas manifestaciones, por ejemplo romper los principios de mínima intervención y de mínima trascendencia, que se traducen en crear delincuentes al etiquetar a personas por, entre otras muchas razones, su forma de pensar o su libertad de conciencia. Algo así como crear listas con nombres señalando su pertenencia a una u otra ideología, como si pensar de una u otra forma fuera algo dañino.
Quienes propugnan un Estado policía también promueven un derecho sexista, es decir, basado en relaciones de poder que hoy, dando por normalizado el hecho de poner a la mujer siempre en desventaja, también sientan la necesidad de poner a las personas de la comunidad LGBTIQ en tal situación. Esto es promover un ejercicio de ius puniendi verticalizado, desde intereses sectoriales, y, por tanto, no desde bienes jurídicos protegidos.
Creo que en la cátedra de Derecho Penal no solo debe enseñarse a no desestructurar la ley penal, sino también a construir en los alumnos la noción de que el Estado democrático de derecho contiene los límites efectivos para evitar un desbordamiento de acciones sin control y que tienden, por su naturaleza, a lesionar derechos fundamentales. Claramente cualquier penalista dirá que sabe cómo hacer eso, pero no es sencillo. A veces puede saberlo mejor una persona sin conocimiento jurídico y más cercana a la filosofía o a la sociología. No digo criminólogos de Guatemala, ya que hay cada criminólogo respondiendo a intereses grupales, lo cual les ha hecho perder la orientación, aunque sin duda habrá buenos en esa área.
Negar los límites daría paso a un Estado ajeno a sus fines y a un ius puniendi configurador de un modelo autoritario.
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