Y no es que tenga algo contra las drogas. Está claro que el alcohol es una droga, aunque sea legal. Pero lo lícito y lo ilícito de las drogas lo dejamos para otros artículos. En cambio, es obvio que tomar el control de un carro en un estado en el que no se puede distinguir en qué carril se conduce es tremendamente ilegal, aunque no por eso deja de ser menos practicado, noche a noche, viernes a viernes.
Pero hay etapas de etapas. Y yo llegué a una etapa en la cual la normalidad consistía en residir en lo ilícito: conducir ebrio todos los fines de semana. El auto mutaba a un cadejo metálico que a saber cómo me llevaba hasta mi hogar. A la mañana siguiente me preocupaba por buscar rayones en los costados del auto, que se los sacaba con un poco de pasta o de saliva.
Los policías no suponen una preocupación para un conductor adecuado a la embriaguez. Ya se sabe que lo que buscan es plata. Y si le sobran a uno aunque sea unos cincuenta pesos, los tiras los recibirán complacidos y se irán felizmente a detener a otro conductor que ande en el mismo estado. Así transcurren las madrugadas, sobre todo si es una quincena o el preludio de un fin de semana largo.
Uno empieza a conocer las rutas de los retenes y a saber qué calles tomar y a qué horas no circular para evitar ser pescado por una patrulla después de una fiesta. Los brazos de la noche lo abrazan a uno cada vez más cálidamente.
Pero un día reflexioné seriamente y decidí ya no dar sobornos. Porque a un policía, si alguien no le da mordida, igual no le conviene llevarlo a los tribunales porque pierde la próxima presa. Y por eso al final liberan a los conductores. Siempre te liberan, a menos que te pongás brincón o que alguien vengativo te quiera clavar.
Sin embargo, las etapas avanzan. Y una mañana, un penúltimo día de clases, el Reducto (el bar de la Landívar, llamado así por un reducto guerrillero que fue abatido en la zona 15 durante la guerra interna —para saber de esta historia recomiendo el cuento de Halfon Mañana nunca lo hablamos—) y su olor agrio a papa frita mezclado con reguetón y cierta melancolía excitante me atraparon, y salí ya por la tarde. Estaba bebiendo y jugando billar desde las nueve de la mañana. Luego fui al bar de un amigo en la zona 10, donde continuó la farra, eufórica y babeante, hasta que decidí partir a mi lejana casa.
Todavía recuerdo a la madre de este amigo decirme: «Si querés, te podés quedar a dormir acá». Y mi amigo, indignado, la atajó: «Pero el Roque maneja rebién cuando está a verga». Y para darle más fuerza a la voz de mi amigo dije (no era demasiado tarde, quizá las diez y media de la noche): «Mañana tengo el examen final del semestre, así que mejor me voy».
Lo último que recuerdo fue pasar por el hotel Vista Real, pues mi madre me llamó para ver por dónde iba. Después de esa imagen, mucha gente hablándome, yo recostado. Sirenas desconcertantes. Mi hermana tomándome la mano dentro de la ambulancia. «No hablés. No hablés», me decía el abogado de mi padre. Desperté al día siguiente, postrado en la camilla de un hospital, con una cicatriz (¿rencorosa?, diría Borges) partiéndome la cara.
Resultó que a poco de llegar a mi colonia parpadeé demasiado largo o me quedé dormido. Nunca lo sabré. Pero me desvié, seguramente manejando rapidísimo, y pesqué una camioneta en la cual viajaba una familia que andaba repartiendo las invitaciones para su boda. Esta camioneta inverosímilmente volcó y cayó boca arriba del otro lado de la carretera para chocar, a su vez, con otro auto que venía de regreso.
Por suerte, el más dañado fui yo. Uno de los tripulantes debió usar un cabestrillo y otra persona un cuello ortopédico por un par de semanas. Se rasparon, fueron al hospital, pero no debieron internarse. Yo estuve dos días porque, por no llevar cinturón, estampé mi cabeza en el windshield y mi cara se tragó muchos chayes punzantes que hasta meses después mi rostro aún expulsaba.
Tuve que ir al juzgado. Nuestro abogado, amigo de la familia, logró que los golpeados desistieran de acusarme penalmente porque mi padre había pagado la deuda de los dos autos en vista de que los exámenes del hospital indicaban una intoxicación alcohólica. Menos mal que no buscaron otra sustancia en mi cuerpo.
Entonces, las justificaciones brotaron. Quise culpar a mi novia de ese entonces. Después, a mi amigo del bar por haberme dejado manejar así. Incluso a la universidad por tener los bares abiertos desde tan temprano. Es lo más fácil: siempre buscar las respuestas en un lugar ajeno a mi propio campo de acción.
Hace unos días hablé con Amílcar Montejo, el vocero de Emetra, quien me contó que, de 11 000 choques que ocurrieron en 2014 en la ciudad, 15% fueron producto de que las personas conducían bajos efectos del licor. Es decir, 1 650. Es decir, 4.5 cada día. Y yo sé que manejar con tragos es algo relativamente normal en nuestra mezquina ciudad, la capital iberoamericana de la cultura.
También platiqué sobre este tema con el vocero del Instituto Nacional de Ciencias Forenses, Roberto Garza, quien me dijo que no tenían estadísticas específicas de personas bajo efectos de licor que fallecen mientras conducen porque las causas de las muertes usualmente son traumatismos por los golpes y porque el examen toxicológico no es infalible, pues, si se practica después de cuatro horas de haberse ingerido la última copa, no revela la ingesta alcohólica, y sucede frecuentemente que los cadáveres aparecen después de ese lapso.
Eso me hizo recordar el caso del piloto de elPeriódico que falleció cerca del hotel Vista Real (donde hablé con mi madre antes de mi choque) a causa de un borrachín, de veintipico de años, que a las tres de la mañana subía a su casa y mató a un repartidor del matutino. Se lo llevaron a la carceleta de la Torre de Tribunales. Como era alguien de recursos, tenía abogados. Allí estaban sus familiares ayudándolo. Pero resulta que el diario, donde yo laboraba en ese tiempo, tenía especial interés en apoyar el caso, pues a cualquiera le indigna que un bolo cause la muerte de alguien, y más si es una persona cercana.
Sin embargo, como había una larguísima cola atorada de personas capturadas, los juzgados de turno estaban tan saturados que no lo pudieron escuchar después de las famosas cuatro horas, por lo que no fue posible comprobar que el chavo andaba ebrio. No cupo acción legal, pues los derechos humanos protegen a cualquier persona para que no sea sometida a un examen médico contra su voluntad si no hay una orden judicial. El presidente de la Cámara Penal de ese tiempo, Héctor Maldonado, me contó que su esposa murió por culpa de un conductor ebrio, y creo que sinceramente lamentaba cuando me dijo que aún no existían protocolos para agilizar este proceso, pero que el examen médico debía ser ordenado por un juez, así que no quedaba otra que esperar.
Yo pensaba, mientras reporteaba ese hecho, en mi caso. Pensaba también en el caso de un joven de una de las familias más acaudaladas del país a quien condenaron a cuatro años conmutables por chocar ebrio contra otro auto y provocar la muerte de un chavo. El papá pagó y el acusado salió. Yo me veía también en él cuando me tocó cubrir ese juicio y veía a la gente que lo quería linchar en el tribunal y le decía: «Ese porque tiene pisto salió». Y empujaban al papá del sindicado, y los familiares del fallecido lloraban, y todo eso se me revolvía recordando a la familia contra la que yo había chocado.
Por eso, cada vez que voy a mi casa en la carretera interminable, con las calles expeditas, y me sorprende una patrulla, una sirena, una ambulancia, se me vienen a la mente las víctimas a manos de conductores borrachos. Pienso en el examen que dejé de hacer el día después de mi accidente. Pero, cuando veo un picop blanco del Ministerio Público, sé que una persona llevará por siempre un esqueleto en el hombro. Y si andaba bolo, probablemente le tocará purgar hasta 10 años en el bote por un homicidio culposo a consecuencia de la muerte de alguien que ya no podrá contar una fábula como esta.
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