Estoy en las afueras de la torre de Tribunales, donde siempre hace una ventisca. Hay, como suele haber siempre a esta hora de la tarde, mucha gente sentada en las jardineras, comiendo, deteniendo a los niños para que no corran en la plaza y abogados esperando a sus clientes con cierta angustia.
La tarde se refleja en el vidrio polarizado del edificio, custodiado por una mujer policía con una gorra azul desgastada y mal colocada sobre su cabellera crespa. Unos abogados, llamémosles así a ese grupo de hombres con traje y corbata, examinan impunemente el trasero de una mujer en minifalda que da órdenes desde sus altísimos tacones a otros hombres, menos excitados y más en plan dócil. Los hombres cuchichean entre sí.
Mi transporte falló. Debo ir a las oficinas administrativas y luego de vuelta a la oficina. Son cerca de las dos y media. Camino por la plaza de los Derechos Humanos, frente a la Corte Suprema. Una playa desértica con ciertos islotes jardinizados en un mar de piedra y asfalto. Las palomas se la juegan de gaviotas en un sol inclemente.
Atravieso el puente de la Municipalidad. Guatemala me ve desde su costado. Los policías municipales también, mientras paso caminando en la calle que da frente al IGSS y luego cruzo para acceder a la estación de Transmetro que está en la plaza de la Loba.
Me formo en la larga fila que espera el bus hacia el Centro Histórico. Un hombre me habla constantemente. Va formado atrás mío. Es un anciano con lentes obscurecidos por el sol. Se queja. Es una máquina de disparar insultos contra todo el mundo. En menos de dos líneas destruyó por completo el sistema jurídico y administrativo del país.
El bus se aproxima. La gente se inquieta. Algunos intentan entrar por la puerta que en letras mayúsculas dice SALIDA. Una mujer policía les recrimina y les exige que tomen la ruta correcta. La mayoría obedece, salvo una mujer que se salta las bardas y nos pasa a todos, incluyendo a la policía, evidentemente molesta y al hombre que va detrás, alegando también por la mujer que se acaba de adelantar ilícitamente.
Las cosas vuelven a la calma cuando el bus inicia su recorrido. Es un transitar lento cerca del mercado de la Placita Quemada y ahí acaban los nombres para ser sustituidos por la nomenclatura cardinal.
Pienso en ello, en las calles que antes eran conocidas por su historia, por un símbolo o una metáfora que trataba de imponerles una vida o explicar la que ya les habita. Todo ello se perdió con los números.
Los lugares ya no llevan nombres indicativos, dejaron de ser ese discurso para llegar de un sitio a otro: Calle Real, Reforma, Américas, para ser la invocación de un símbolo que no envejece con la ciudad, el de la cifra. Ahora voy por la quinta avenida. ¿Cómo se llamaba antes este lugar? ¿Quién nombraba las calles, los lugares? ¿Fue la gente, la costumbre, el Alcalde?
La ciudad es también una memoria constante en la que transitamos. Esta avenida cambió en el transcurso de estos dos años, por ejemplo. Una fila de árboles pequeños está sobre las aceras, donde antes no se pensó en ello. Las ventas callejeras desaparecieron, habrá que decirlo, arrancadas de su sitio. El que la municipalidad les arrendaba, como lo hacía con las calles.
El bus se detiene tan solo un par de veces, antes de arribar a mi parada, donde tendré que caminar cerca de cuatro cuadras hacia el edificio a donde me dirijo. Es otra avenida ahora arbolada. Es una avenida llena de casas que envejecen dispares. Algunas con muchísima elegancia, otras con modestia y la mayoría impúdicamente, mostrando las cicatrices del moho, del óxido, del derrumbe de sus fachadas.
Vuelvo al discurso que puede ser la ciudad. Ese discurso que explica Michel de Certeau. Caminar la ciudad es escribir su historia. Se toman atajos, se le nombra en los sitios, se circulan los edificios como ideas, se interactúa con sus personajes desde una visión horizontal.
Sin embargo la ciudad no deja de imitar el discurso del poder. A lo lejos, en el sur, se ven los edificios altos, la mejor imagen de la hegemonía. Siempre se reserva el último piso a quien puede pagar más y usualmente ostenta el cargo más alto si es un edificio con una sola empresa o institución.
¿Por qué? Porque desde las alturas se puede leer el discurso de la ciudad que no puede leerse cuando se le anda, porque es uno quien lo está intentando reescribir. Desde el piso quince para arriba uno puede imaginarse un dios en pleno vuelo sobre la ciudad. Mirarla en el conjunto de sitios dispares que es.
¿Qué une a todas estas construcciones además del espacio? No es el tiempo, unas casas envejecen más que otras. No es color, ni la forma. No es sino la implementación de ese discurso ficticio de ser un lugar plural. El urbanismo.
La ciudad es como yo, dice la Municipalidad. Qué lejos de ser cierto. Yo no soy esta ciudad, la escribo en una mínima parte, pero quien rige esta ciudad es el gran discurso del poder, donde no están incluidos los patinetos, los rockeros, los hip hoperos, cualquier expresión cultural que no sea la que quien cree regir la ciudad no acepta como cercana.
El espacio público es para ser usado por la gente y no para restringirlo. Una ciudad es un conjunto de posibilidades y como tal debe ser construida. Todas las definiciones pétreas que se hacen de la ciudad decaen, como las calles angostas, como los edificios que son abandonados, como las colonias que antes fingían la elegancia y hoy van siendo tomadas por la vida, tal como es. Las restricciones a las expresiones culturales, esa forzada marginalidad, solo vuelve aún más valiosa la disidencia.
Yo no soy la ciudad. No soy esta ciudad. La escribo apenas, cuando interactúo con la vida que la habita, intentando evadir o seguir las reglas, según crea conveniente, las de un discurso impuesto que trata de volver idéntico lo dispar. Un discurso de poder que trata de hacer lo imposible: tomar un rayo con las manos.
Y ese discurso del poder también es el de una ciudad que me observa y castiga, que me amenaza. Las noticias de las muertes en sus calles, de los asaltos, se vuelven al final ojos que me ven y me lanzan a un túnel donde solo puedo transitar en una vía.
Todo parece indicar que para ir de casa a la oficina lo mejor es que lo haga en un tanque. Si los vendieran comercialmente esta ciudad vería su negocio crecer. Porque afuera está el terror vigilándome y tiene el rostro de cualquiera de sus habitantes, es decir que no tiene ninguno, cualquiera puede intentar algo malo en mi contra.
La ciudad ya no es entonces un sitio de posibilidades sino de cenizas. Es un desierto lleno de luz reflejada en los vidrios opacos de los edificios, de los autos, en los postes del alumbrado, es un desierto gris, con las entrañas de acero. ¿Qué es la ciudad? ¿La suma de espacios cerrados: mi casa, la oficina, el restaurante, el bar, el centro comercial? La ciudad son burbujas que flotan sobre ríos escarlata esperando no estallar.
Es lo que dice al final el discurso del poder, es lo que intenta que sea. Yo no soy esta ciudad. Solo la intento escribir como todos, esquivando el miedo. Ahora mismo por ejemplo, he salido del edificio administrativo y planeo caminar hasta la oficina. Es un trayecto corto. De un kilómetro.
Pero un kilómetro para el discurso oficial es como salir a pasear en un parque jurásico. Cualquier cosa puede matarme. Pero me rebelo y camino. Hace una tarde soleada. Camino en traje, es lo único que me incomoda.
Me vuelvo involuntariamente un recolector de maravillas mientras paseo: un hombre comprando un juguete de los que expulsan burbujas de jabón, dos niños que paran súbitamente en la línea dibujada en la banqueta para competir a ver quién escupe una pepita de naranja lo más lejos posible, un anciano revisando ropa con deleite en una tienda de usado, una venta de máquinas de escribir, una mujer mirando la calle desde una panadería, un vagabundo acostado sobre la acera bajo la sombra de los árboles, mirando el cielo y las sombras que produce el velo de las copas y sus innumerables hojas.
Casas con chimeneas llenas de ropa tendida, consultorios médicos, niños corriendo uno tras otro, un hombre con un ojo verde y otro gris. La única amenaza que percibo constantemente son los autos, que bien podría ser yo conduciendo uno. No respetan los pasos peatonales, se lanzan contra uno en los cruces de los semáforos. Es como si fueran el enemigo rugiendo con sus bocinas estridentes. Capote dijo alguna vez, que le parecía que la gente creía que las bocinas de los autos tenían cierto poder afrodisíaco, por eso se prendían de ellas.
Llego a mi destino. Una niña hermosa está sentada al lado de su madre, en unos banquitos de madera. Cuidan los autos aparcados enfrente. La niña sufre al parecer, de un retraso mental. Toca una flauta dulce: ¿estrellita, dónde estás?
El sol le pega de frente. La pared reverbera su luz en su construcción blanca. La música brota mientras ella esboza una sonrisa. Este es el discurso del que participo. Yo no soy la ciudad. Yo la intento reescribir junto a estas personas, mientras evadimos el discurso oficial del control y el miedo y una nueva ciudad nos empieza a crecer como flores saliendo de un pantano.
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