Conductores abusivos, humo de fábricas y de vehículos por todos lados, proliferación de indigentes, malogradas madejas de cables colgando como lianas, agujeros en calles y aceras, peatones y automovilistas tirando basura con total normalidad, atropellados, baleados, asaltos y linchamientos. La experiencia de la “Gran Ciudad” de Baudelaire, el poeta urbano, es ahora un recuerdo y una añoranza. Esto más bien parece la selva.
La lógica del ciudadano que disfruta la libertad propia del anonimato , se ha convertido en un peligro por la inseguridad que éste mismo produce. Polarizamos el carro, la casa y hasta la mirada porque no creemos ni confiamos en nadie. Ahí, escondidos tras las gafas oscuras, el casco o un capuchón nos sentimos protegidos y se relajan los controles, perdemos la cordialidad, nos tornamos agresivos y acentuamos la indiferencia.
Más que vivir en la ciudad, la gente necesita “aprender a habitar la ciudad”. Heidegger decía que la organización del espacio es solo un instrumento para mejorar la vida del hombre, es decir, un medio para un fin eminentemente humanizante. Así, la ciudad no se trata solo del espacio físico, es sobre todo un lugar que se edifica con nuestro comportamiento y acciones. La categoría de ciudadano implica, por ende cumplir, con ciertas obligaciones y deberes que no son competencia exclusiva de una municipalidad.
No obstante, las grandes inmobiliarias se ocupan en vender pseudo ciudades mediante proyectos de urbanismo, olvidando que las ciudades empiezan con sus habitantes, con aquellos a quienes los une además de los intereses comunes, el afecto.
Pero además, tal prototipo de ciudadano hace pensar en ciertas características consideradas “normales”, con determinados modales, un aspecto que encuadra dentro del orden público “correcto”, con lo que nos sentimos cómodos, seguros y permitimos una interacción. Es decir, que las relaciones están también supeditadas a la imagen. Por eso es que generalmente, el indigente no tiene cabida y padece el rechazo de la sociedad. Ensucia, obstaculiza el tránsito, da la mala imagen, es improductivo, no está bien de la mente. Tanta incomodidad termina finalmente con la aceptación de lo excluido, con la duda permanente de si su indigencia es real o fingida y el conflicto entre invasión del espacio público e intimidad transgredida. Se nos olvida el drama detrás de cada historia: drogadicción, abandono, explotación, alcoholismo, desempleo y priorizamos el ornato o la libre circulación vehicular.
Hace unos días, escuchando las noticias en la radio un reportero informaba” “Hombre perece arrollado por un vehículo en el kilómetro X. Su cuerpo yace en una cuneta y no obstaculiza el tránsito”. El drama de la muerte fue trivializado, La locomoción primó sobre el valor de la vida humana y es duro imaginar al conductor que suspira aliviado ante su suerte.
La recuperación de la ciudad física y la ciudad vivenciada es tarea de todos. Más que la arquitectura y los servicios, la personalidad de la ciudad está dada por la interacción de su gente. Seguramente la “tacita de plata” de principios del siglo XX fue parte de una visión y proyecto político de país que en ese momento pretendía posicionar a la capital como un referente en Centroamérica. Siendo así, ¿Cuál es la imagen que queremos proyectar hoy? ¿La de la barbarie? ¿La de una marca o un símbolo artificialmente construidos?.
Apuesto por la propuesta de Ortega y Gasset y su exhortación a salvar nuestras circunstancias “humanizando el mundo”, pues solo el animal se somete a sus circunstancias y llega hasta donde ellas lo condicionan naturalmente.
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