Cada año participan más de 30 universidades norte, centro y sudamericanas que representan a uno de los países miembros de dicha organización (nunca el propio). Si bien es un ejercicio puramente académico, siempre queda entre los organizadores del evento y el claustro de profesores la impresión de como los estudiantes son más efectivos que los mismos diplomáticos en discutir los temas de una agenda que es igual a la de la actual Asamblea General.
Fue así como más de 300 estudiantes, entre los 18 y 22 años de diferentes universidades del hemisferio, debatieron durante una semana para llegar a un consenso y aprobar o rechazar resoluciones sobre los mismos temas que se discutieron en la recién terminada Sexta Cumbre de las Américas. Se discutió el desarrollo sostenible de la región, la pobreza y desigualdad, la integración de la infraestructura física en la región y telecomunicaciones y el combate al crimen organizado transnacional, entre otros temas. Pero, a diferencia de la Cumbre, se discutieron también los temas más espinosos como el caso de Cuba, el de las Malvinas y también la despenalización de las drogas.
Claro, los chicos no disponían de todos los recursos y tiempo como lo hacen los diplomáticos y los funcionarios de la OEA y del Grupo de Implementación y Revisión de las Cumbres (SIRG por sus siglas en inglés) pero, a pesar de estas limitaciones, presentaron propuestas tan buenas e incluso mejores que los mandatos de la sexta cumbre.
Sé que no deberían sorprenderme las abismales diferencias entre un ejercicio académico y el “mundo real” pero no deja de llamarme la atención cómo los ojos de la región y en ocasiones del mundo se vuelcan sobre una cumbre que nos ha dejado más de lo mismo: el status quo. Varios analistas han visto como exitosa la misma, pero yo realmente me pregunto cuál es su parámetro de éxito. La Cumbre ha generado una discusión de cambios que concluye en dejar las cosas iguales a como están.
Los procesos de las Cumbres de las Américas iniciaron en 1994 en Miami, nuevamente bajo una iniciativa de los Estados Unidos para retomar su papel protagónico en la región a través de la OEA. Esta organización, vale la pena decirlo, tuvo sus mejores años al terminar la Guerra Fría hasta que se celebró la Cumbre en donde nuevamente pasó a ser otra vez el principal foro político de los Estados Unidos para la región. En aquel entonces, se plantó la semilla de lo que sería el modelo político a seguir de los noventa: la democratización y la creación del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Este fue en su momento el principal y único logro puesto en práctica por el proceso de las cumbres hasta que quedó enterrado con el giro que tomó la política exterior de los Estados Unidos después de los ataques del 11 de septiembre del 2001.
Desde Miami, se han celebrado seis cumbres más, una de ellas de carácter especial en Monterrey, México. ¿Sus resultados? Iguales que la última, un mandato de buenas intenciones para que la OEA trabaje. Pero nada más.
En buenas intenciones quedarán también las propuestas por reintegrar a Cuba a la Organización y eliminar el embargo, por apoyar a Argentina en su reclamo por las Malvinas y en discutir con el objetivo de tomar acciones sobre la despenalización de las drogas. Así, después de los espaldarazos, los saludos y las sonrisas para las cámaras, la región sigue de mal en peor con mandatos que parecen solo ser útiles para los estudiantes que se prepararán para otra semana de trabajo en Washington el año entrante, en claro contraste con nuestros mandatarios a quienes les financiamos un bonito fin de semana en Cartagena.
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