Es claro, sin embargo, que con ella también se pueden apreciar las dificultades que supone entender un texto que sólo puede hablarnos si hacemos dialogar a éste con el mundo complejo que lo rodea.
No debería extrañarnos, en consecuencia, que las dificultades señaladas se hagan sentir con mayor fuerza en aquellos textos a través de los cuales intentamos comprendernos como seres capaces de actuar con sentido. Tal es el caso de los documentos constitucionales. Y es que a estas alturas de la historia, una constitución aspira a cristalizar los pactos fundacionales a través de los cuales los miembros de una comunidad, conscientes de los derechos que emanan de la dignidad humana, tratan de establecer estructuras jurídicas y políticas que hagan posible la autodeterminación colectiva. Dicho pacto busca erradicar el ejercicio arbitrario del poder logrando que prevalezca el único poder legítimo, esto es, aquél que surgiendo de la voluntad y el consentimiento de los gobernados, tenga como objeto la realización del bien común.
Si reflexionamos en la complejidad de la vida humana, se puede imaginar que necesitamos de muchos puentes para superar el abismo que media entre el texto constitucional y la realidad humana. Por esta razón, en La Constitución invisible el jurista norteamericano Lawrence H. Tribe postula que “la Constitución visible flota en un vasto, y profundo —y crucialmente invisible— océano de ideas, proposiciones, memorias recuperadas y experiencias imaginadas”. Este océano constituye la parte no escrita y, recordando a Wittgenstein, la más importante de la Constitución; en ella se movilizan las placas profundas que van constituyendo los sentires y esperanzas más profundas de la sociedad. No es ingenuo pensar que en la apreciación social de los ideales constitucionales se moviliza la esperanza, siempre precaria, de alcanzar una vida en común en la que prive la realización de la justicia.
A la luz de estas consideraciones, resulta cada vez más obvio que concentrar en un tribunal superior la tarea de establecer el sentido y, más aún, el control de constitucionalidad, no ha resultado una buena idea. No es necesario que exista un consenso social unánime para esperar que la interpretación de un texto con un corazón axiológico declarado, tienda a dirigir su veleta a la dignidad humana. Ya Thomas Jefferson notaba que reservar la interpretación de la constitución a un tribunal superior equivalía a convertir ésta en un trozo de cera que podía ser manipulada para que dijera lo que sus miembros decidiesen. Esta lección histórica es clara, a pesar de que hayan surgido ejercicios de control de constitucionalidad responsables ante su sociedad; después de todo, los sectores conservadores han notado que deben redoblar sus esfuerzos para colocar a sus juristas en las cortes respectivas.
Ahora bien, si la capacidad de manipulación del texto constitucional refleja la injusticia de una sociedad, es fácil comprender las desfiguraciones del ideal constitucional que tenemos que presenciar los ciudadanos de este país. Ya no se puede negar que algunas de las recientes decisiones adoptadas por nuestra Corte de Constitucionalidad, no pueden valorarse como expresiones del sentido axiológico que debería alumbrar la lectura de nuestro documento constitucional. La ciudadanía tiene derecho a sentirse decepcionada cuando el tribunal que tiene a su cargo la defensa del orden constitucional ignora sistemáticamente las demandas más profundas de justicia, mientras dictamina casi siempre de acuerdo con los intereses de grupos que, como el CACIF, han demostrado la más abyecta oposición a toda medida que beneficie de manera genuina a los sectores más vulnerables de nuestro país.
Por lo dicho, soy de la opinión de que la última decisión de la Corte de Constitucionalidad respecto al período de la Fiscal General equivale a bajar un peldaño más en la escalera que nos está llevando a la ingobernabilidad absoluta. Que se hubiesen pasado por alto estándares tan básicos de racionalidad constitucional apunta no sólo a la dificultad de defender lo indefendible, sino también a la negativa de esta corte a cristalizar esos ejercicios de razón pública que, como lo ha hecho ver John Rawls, podemos exigir de los magistrados respectivos como un “deber de civilidad”. Esta carencia es más grave cuando nuestra sociedad quiere comprender los factores que la precipitan al caos político. Quizá se pueda comprender que no haya interés en respetar el sentir público cuando no hay votos que ganar o perder. Pero no se puede aceptar ninguna falta de responsabilidad cuando se trata de interpretar un texto que en su día y, con todas las limitaciones del caso, intentó cristalizar la esperanza de una sociedad justa.
A los ciudadanos, pues, nos corresponde empezar a ver las maneras en que podemos liberarnos del control ilegítimo de la Constitución. Debemos reflexionar para encontrar los medios por los que el sentir profundo de una sociedad pueda erigirse como un valladar contra los poderes fácticos que quieren consolidar su dominio a costa de la desintegración social. Considero, sin embargo, que no debemos desesperar de los ideales constitucionales; si nos alejamos de éstos, podemos vernos arrastrados a retrocesos aún más violentos. Quizá sea un consuelo vano pero, al final de cuentas, una constitución democrática es un espejo en el que nuestras élites, sufriendo una suerte similar a la de Dorian Gray frente a su retrato, pueden contemplar un rostro que se desfigura cada vez más por su insistencia en actuar con injusticia.
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