La disputa gira en torno a una propuesta de reforma constitucional que proviene de una puesta en escena conservadora, planteada por la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), el Ministerio Público (MP) y el Procurador de los Derechos Humanos (PDH). Esta fue delimitada al ámbito del sistema de justicia y puesta a discusión con una metodología prestablecida, todo ello impuesto por los ponentes. Fueron excluidos de la definición y delimitación de la propuesta sujetos políticos representativos de la sociedad guatemalteca como los pueblos indígenas, los campesinos y las representaciones de otro conjunto de movimientos y sectores sociales. A lo sumo, algunos de estos pudieron participar en las mesas de diálogo a través del Gran Consejo de Autoridades Ancestrales y de otras instancias autoadscritas al sujeto maya o a los pueblos indígenas, de manera que se lograron la inclusión del pluralismo jurídico y el reconocimiento de la jurisdicción de sus sistemas de justicia[1].
La propuesta que finalmente ingresó en el Congreso de la República el 4 de octubre de 2016 se refería a un conjunto de cambios relacionados con el antejuicio a funcionarios públicos, con la carrera judicial y con el cambio de actores, procedimientos y dispositivos para la elección de las cortes, entre otros. Por último y no menos importante, se refería a la potestad de las autoridades indígenas para ejercer funciones jurisdiccionales de conformidad con sus propias instituciones, normas, procedimientos y costumbres, esto sujeto al control constitucional y a la coordinación y cooperación entre el sistema jurídico ordinario y los sistemas jurídicos indígenas.
Una vez ingresada la propuesta al Organismo Legislativo, los polos de poder en disputa por tales reformas quedaron cada vez más claros.
Con el inicio del actual gobierno y, finalmente, con la elección de la actual junta directiva del Congreso de la República en 2017 se consolidó un polo de poder que articula, en esencia, los mismos intereses que llevaron a Otto Pérez Molina y al Partido Patriota a la presidencia en 2012. Me refiero a intereses oligárquico-empresariales, a estructuras de exmilitares contrainsurgentes y a redes vinculadas al crimen organizado. Finalmente, esto es lo que se encuentra articulado en el gobierno actual, el partido FCN-Nación (con mayor énfasis después de que muchos ex-Líder y ex-PP se unieron a su bancada en el Congreso), y en la alianza de partidos políticos que hoy controlan la junta directiva del Organismo Legislativo. Estas fuerzas económicas, sociales y políticas son las que están en campaña para que fracase el proyecto de reformas constitucionales, ya que sus intereses de clase social y sus sectores de interés gremial y corrupto podrían salir afectados.
El otro polo en disputa está encabezado por la embajada de Estados Unidos, operado por la Cicig, el MP y el PDH. Su interés es que avance una reforma política e institucional que disminuya el poder de las fuerzas articuladas en el anterior polo, en especial en la elección y el control de las cortes de justicia y de constitucionalidad. Es un polo de poder cuyas principales representaciones decidieron que las reformas constitucionales estarían limitadas al sector justicia y que las demandas que incluían la instalación de una nueva asamblea nacional constituyente que reformara o redactara una nueva Constitución política quedaran al margen.
En esta disputa existe un tercer bloque, integrado por un conjunto de representaciones y de organizaciones diversas y heterogéneas, descoordinadas en buena medida, para empujar estas reformas. Aquí aparecen un conjunto de fundaciones, oenegés, colectivos e instituciones educativas que coinciden en reformar política e institucionalmente el Estado, además de articulaciones sociopolíticas como la Asamblea Social y Popular y el Gran Consejo de Autoridades Ancestrales, que ven en esta reforma una oportunidad para avanzar en el camino a la gestación de un Estado plurinacional, popular y multisectorial.
En esta relación de fuerzas queda claro que las reformas constitucionales constituyen una pretensión en un momento en el cual la disputa principal se da entre el primer polo de poder y el segundo. El tercer bloque, que coincide con el polo de poder reformista, se encuentra en buena medida supeditado a que este pueda influir decisivamente en el Congreso, lo cual pareciera improbable con relación al tema de la jurisdicción indígena y probable en lo relativo al resto de reformas propuestas.
La pretensión de instituir el pluralismo jurídico fue derrotada en el Legislativo a finales del 2016 y no existe la correlación de fuerzas necesaria para que se apruebe la jurisdicción de los sistemas de justicia indígena. Las demás propuestas son objeto de negociación y reformulación, lo cual hace que tengan alguna viabilidad. Sin embargo, esto tampoco es seguro, pues afecta a quienes se ubican en el primer polo de poder.
El resultado con relación a estas reformas constitucionales (acotadas y útiles al sistema, pero también conservadoras) permitirá dilucidar cuál es el polo de poder finalmente ganador en esta contienda. Más allá serán un indicador de la vía de salida a la crisis que emergió en 2015. Así, será una vía reformista dirigida por Estados Unidos o una vía oligárquico-mafiosa encabezada por el principal partido político del país: el Cacif. La vía alternativa continúa en proceso de gestación.
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[1] Al respecto véase mi columna de opinión Reforma constitucional: una puesta en escena conservadora.
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