En diversos documentos, así como en clase con mis alumnos, constantemente hago referencia a la necesidad de despenalizar a la mujer. Esto, partiendo de un enfoque en el cual el derecho penal es sexista y masculino y siguiendo para el efecto los postulados de la profesora Carol Smart, de Lucía Núñez y de la costarricense Alda Facio. Se trata de una realidad que se ha perpetuado al invisibilizar, bajo el parámetro de la universalización del castigo, las exclusiones de carácter social.
Debo sumar a esta referencia de despenalización de la mujer la necesidad de la prohibición de la doble punición contra la mujer perteneciente a pueblos indígenas, lo cual tiene como antecedente, por un lado, la visión reduccionista del sistema de justicia penal de considerar pertinencia cultural únicamente el garantizar la existencia de traductores e intérpretes en una sede judicial y, por otro, la negación, por asimilación social, del derecho de los pueblos indígenas y de sus formas de resolver conflictos. No faltará quien llame castigo maya a los latigazos o al castigo físico, ignorando en absoluto el derecho ancestral de los pueblos.
En estos antecedentes, propios de una verticalización social colonial, está hoy implícito que toda mujer que sea condenada a privación de libertad debe cumplir esa pena en un centro de detención destinado para el efecto. Ciertamente se admite que debe ser así, pero para eso también se admite que esta persona, según la Constitución de Guatemala, debe readaptarse a vivir en sociedad, para lo cual el Estado cumple con una serie de principios que se desarrollan en la legislación penitenciaria, entre ellos el de la participación comunitaria. Es decir, Josefa debe ser readaptada de tal manera que se garantice que ella no reincida en el delito y que su comunidad participará en ese proceso.
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El que mínimamente conoce el sistema de cárceles de Guatemala sabe perfectamente que no existen programas laborales reales, menos programas educativos, por lo que tampoco existen programas reales de integración comunitaria en la readaptación de la persona. En la realidad penitenciaria, el régimen progresivo es una ficción, de manera que hablar de programas o de planes de participación comunitaria se reduce a asistencialismos de organizaciones humanitarias.
Josefa aprendió que, en la aplicación del derecho de sus abuelos, la sanción más grave es el destierro de su comunidad. La vergüenza de que un familiar pase por romper con sus raíces comunitarias y culturales, así como con su cosmovisión, pesa fuertemente en la conciencia durante toda la vida, aun habiendo obtenido posteriormente el perdón.
Ante ello, Josefa fue detenida por el sistema de justicia oficial y condenada a prisión, pero además, al no existir un centro de privación de libertad para mujeres en cumplimiento de condena en el departamento de donde es originaria, Quetzaltenango, fue trasladada al COF en Fraijanes, departamento de Guatemala. Más de 250 kilómetros la separan de su familia, que no puede visitarla por carencia de recursos. Por tanto, Josefa no entiende por qué el Estado no se conformó con sancionarla con la privación de libertad, sino que además la desterró de su comunidad.
Los artículo del 9 al 12 del Convenio 169 de la OIT dan protección a Josefa en la aplicación de sanciones propias del pueblo al que pertenece, pero, sin duda, la occidental aplicación del derecho penal impide, en su universalización y verticalización, que un principio de su propia siembra y cosecha sea plenamente aplicado a una mujer indígena. De ese modo hace realidad aquello que decía Loïc Wacquant sobre «la prisión como manifestación paroxística de la lógica de exclusión».
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