Esa ética de la cooperación emanaba del principio olvidado de la trilogía revolucionaria liberal; la fraternidad, entendida como la cooperación altruista entre personas, la hermandad de los pueblos o la solidaridad entre países para conseguir el bien común y favorecer una cohesión social, que nos haga a todos vivir bien. La fraternidad se cayó hace tiempo del impulso renovador de la sociedad europea y luego del resto del mundo, aunque en aras de la libertad y la igualdad se libraron guerras y se amplió el capitalismo neoliberal.
Lamentablemente, el trípode que sustentaba el nuevo modelo social surgido de la Revolución Francesa tiene ahora sólo dos patas, y por eso cojea, por eso está desequilibrado, por eso tenemos una crisis total del modelo económico, por eso tenemos una crisis global de las democracias hambrientas que no garantizan unos mínimos básicos para vivir a todos sus ciudadanos.
Falta la fraternidad como ideal político que amalgame con un sentido humano y ético los otros dos principios, también importantes. La fraternidad puede manifestarse en forma de esa cohesión social que se quiere consolidar como paradigma de desarrollo en América Latina, y en la propia Guatemala, pero que no parece cuajar de verdad.
La Revolución Francesa, que cambió el viejo modelo social —nobleza, iglesia, pueblo llano— por el nuevo modelo donde todos eran ciudadanos iguales, desarrolló la igualdad y la libertad como principios básicos de la consolidación política —modelo democrático— y del desarrollo económico —modelo capitalista— posterior.
La igualdad entre todos los hombres y el desarrollo del ciudadano que tiene derechos y deberes frente a su sociedad son pilares de la democracia. Esa igualdad fue ampliamente desarrollada filosóficamente y legalmente, aboliendo la esclavitud o dando derecho de voto a las mujeres; y su consolidación se impuso a fuerza de manifestaciones, matanzas, revoluciones armadas y pacíficas, leyes, jurisprudencia y directrices políticas. Hoy en día la tenemos consolidada como algo evidente, cuando a lo largo de la historia humana nunca lo ha sido, y formando parte del esqueleto de nuestra sociedad del siglo XXI.
Luego tenemos la libertad, que como concepto amplio abarca una serie de derechos humanos como la libertad de movimientos, de palabra, de credo, de decisión, pero también incorpora conceptos más políticos como la soberanía —libertad del Estado—, la economía neoliberal desregularizada —libertad de acción para la empresa—, o la libertad del individuo frente al estado —con la reducción del espacio de intervención de los gobiernos y la aniquilación del Estado de bienestar. Estas aristas de la libertad, llevadas a su extremo, han erosionado nuestro modelo social, actuando en contra de la fraternidad, y desequilibrando el modelo de desarrollo. El individualismo extremo es pernicioso para la especie humana, y su exacerbación nos ha llevado a la crisis económica, ambiental, energética y alimentaria, poniendo en peligro nuestra propia supervivencia. Y digo la nuestra, porque seguro que el planeta nos va a sobrevivir.
Sin ética, el desarrollo se envilece, se trivializa, y se reduce a quién paga y quién recibe, sin considerar el porqué se hace ni cuál es el fin último de cooperar. Desde hace tiempo me pregunto por qué no se cumplen los compromisos políticos de lucha contra el hambre, por qué no importan las muertes de niños por falta de acceso a la salud, a las medicinas, a los alimentos; por qué el Gobierno de Guatemala dejó caer la estrategia de lucha contra la desnutrición crónica infantil, siendo uno de los tres principales problemas del país, junto a la inseguridad y la baja fiscalidad.
Estuve en diciembre en Cancún en la Conferencia sobre Cambio Climático, y lo que más me impresionó es ver cómo el grueso de las negociaciones entre los países era sobre el dinero de las compensaciones, sobre las inversiones necesarias, o sobre de quién gasta primero o recorta antes.
Apenas había espacio para los impactos del cambio climático sobre la población, de las implicaciones del cambio sobre la agricultura, la alimentación, la salud o los ecosistemas. Todo era sobre el dinero. De hecho, algunos intelectuales se preguntaban dónde estaba la ética en las negociaciones. Yo no la vi.
Vargas Llosa dijo recientemente que la falta de ética es una manifestación de la barbarie. En estos tiempos que corren vamos deslizándonos hacia ese estado de barbarie y desintegración social que hará caer nuestra civilización. Necesitamos retomar la enseñanza de la ética y la filosofía en las escuelas, cuando se forman los valores profundos de las personas.
Necesitamos devolver poder de decisión y asesoría a los ancianos y sabios de nuestros países, los que pueden preocuparse por la sociedad, y no dejarnos regir por politicuchos oportunistas que sólo se interesan por el voto en las próximas elecciones, de cómo perpetuarse en el cargo por encima de las leyes, de cómo meter a miembros de la familia en cargos de poder y como saquear las arcas del Estado para beneficio propio. De todo eso tenemos mucho en Centroamérica y en Guatemala.
En definitiva, necesitamos revitalizar unos principios éticos, que alguna vez tuvimos, que permitan a todos los seres humanos “vivir bien”, como establece el principio Aymara de “Suma Qamaña” que ya forma parte de la Constitución de Bolivia, y no sólo “vivir mejor que otros” como nos incita a pensar el consumismo capitalista. Necesitamos que vuelvan los Sabios para que nos recuerden los principios éticos que deben regir a nuestra sociedad en un mundo en crisis, donde la propia supervivencia de nuestra especie está en juego.
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