Mucho del mercado dirigido a las mujeres se alimenta de la idea de rechazarnos a nosotras mismas como somos. La clave está en que este rechazo no se produce de forma consciente. Al contrario, es un proceso de interiorización del que no nos damos cuenta, que aprendemos desde pequeñas, que vemos como normal y que luego reproducimos nosotras mismas. Y así es como crecemos inseguras, negando quiénes somos y aspirando a ser esas que nos venden como verdaderas mujeres.
¿Por qué pensamos que un hombre con canas puede verse sexi, mientras que una mujer canosa es una descuidada? ¿Es que acaso los hombres se ven bien naturalmente con sus canas y las mujeres no? Por supuesto que no. Este es el tipo de construcciones sociales que aprendemos y volvemos naturales.
Tenemos una gran industria para cambiar todo eso que hemos aprendido a odiar o que debemos componer. Podemos arreglarnos los pies, las uñas, las manos, el cabello, las pestañas, las cejas, broncear la piel y quitar el bello del cuerpo. Hay un sinfín de productos de maquillaje. Hay cremas antiarrugas, reductoras de las lonjitas y para aclarar la piel. Hay fajas para esconder panza, brasieres push-up para subir pechos, pantalones para agrandar nalgas, tacones para estilizar la figura y toda la industria de la moda. Hay un sinfín de dietas y de ejercicios para bajar de peso. Hay tratamientos para remover estrías y celulitis. También hay cirugías para hacernos más flacas, para agrandar pechos y nalgas, para refinar la nariz, y bótox para eliminar arrugas. Además de la cirugía plástica, hoy existe la ginecología estética, que ofrece rejuvenecer y hacer más bonita la vagina.
Gastamos horas y dinero en batallar contra nuestros propios cuerpos y contra procesos naturales —que no tienen por qué ser pecado— como el envejecimiento.
Una de las justificaciones para realizar operaciones estéticas es que las mujeres obtengan autoestima y mayor seguridad. ¿Por qué no hacerlo al revés: que las mujeres adquiramos seguridad aprendiendo a gustarnos como somos, a amarnos así? Es por ello que se dice que querernos como somos es un acto de rebeldía en sí mismo, ya que el sistema nos manda odiar nuestros propios cuerpos.
Hace unas semanas, la cantante Alicia Keys declaró que dejará de usar maquillaje luego de haber pasado por un proceso de hacerse consciente de las presiones a las que se ha visto sometida como mujer desde pequeña y de cómo el maquillaje le servía para cubrir sus inseguridades. Hoy, sin maquillaje, dice que se siente más bella y fuerte que nunca.
Por otro lado, una investigación publicada por el Washington Post da cuenta de que el hecho de que las mujeres no realicen todo ese ritual para emperifollarse les puede costar un trabajo o menos salario. Recién me contaron la historia de una conocida a quien una empresa le dijo que le daba el trabajo de secretaria con la condición de pintarse el pelo. Está claro que esto no pasaría si fuera un hombre.
Hacer conciencia de todo este fenómeno que nos afecta no es fácil ni debe ser un trabajo solo de mujeres. También necesitamos hombres conscientes, así como aprender a ver críticamente que se trata de todo un sistema. También tenemos que tener claridad de que vivimos en este mundo con sus propias reglas y de que no podemos escapar de ellas. Para nada pretendo un mundo con mujeres sin maquillaje o convencernos de no rasurarnos. Más bien, la idea que pretendo transmitir es que el hecho de hacerlo o no sea un acto consciente, producto de una elección libre, y no una reproducción inconsciente de modelos que van en contra de nuestro amor propio.
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