En la primera aula que visité había 40 estudiantes. Cuando les pregunté cuántos eran de Guatemala, uno de los estudiantes dijo: «Casi todos». Pronto casi todos levantaron la mano. Los de un grupo más pequeño dijeron que eran de Honduras y El Salvador. Luego pregunté cuántos hablaban un idioma indígena. La mayoría de los estudiantes volvieron a levantar la mano, ya que muchos hablaban mam y otros k’iche’. En comparación, en la segunda aula solo había siete estudiantes, así como mesas y sillas vacías rodeándolos. Un grupo de maestros me dijo después que muchos estudiantes habían tenido que abandonar la escuela para ir a trabajar, ya que el propósito de su migración no era la educación, sino el trabajo y el pago de deudas. Algunos de ellos vinieron con un pariente que después fue deportado, por lo que se quedaron solos. Algunos, incluso, temieron ser detenidos. Había historias de cómo los estudiantes se habían hecho heridas trabajando en la construcción. Cada uno de estos estudiantes tenía su propia historia de por qué emigró y cómo llegó a Ohio, su propia lucha, sus propios sacrificios y sus propios sueños. Al mismo tiempo, también estaban en una lucha cotidiana y colectiva de vivir y sobrevivir en los Estados Unidos. La visita a esta escuela fue un recordatorio de la cantidad de jóvenes y menores no acompañados que forman parte de la migración centroamericana, así como de los desafíos considerables, la violencia estatal, los crímenes de odio y la discriminación que enfrentan.
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Estos jóvenes se ven obligados a cruzar varias fronteras para llegar a Estados Unidos, lo cual es peligroso y mortal. Pero incluso en territorio estadounidense siguen enfrentando desafíos considerables para tener éxito y llevar una vida tranquila, desde largas y duras horas de trabajo hasta las pandillas, la criminalización de parte del Gobierno y de los medios de comunicación, la violencia antinmigrante y el temor a la deportación, entre otros. Un ejemplo de la violencia cotidiana que enfrentan los jóvenes es el de Onésimo Marcelino López-Ramos, quien tenía 18 años cuando fue asesinado en un crimen de odio en Jupiter, Florida, el 18 de abril de 2015. Onésimo estaba enfrente de su casa cuando él, su hermano y un amigo fueron atacados por tres hombres que practicaban lo que se conoce como Guate hunting (caza de guatemaltecos) y Guate bashing (paliza de guatemaltecos), términos que describen la persecución, las golpizas y el robo a guatemaltecos específicamente. Al igual que algunos de los estudiantes en Ohio, Onésimo había vivido en Estados Unidos durante dos años y finalmente había abandonado la escuela para trabajar en un restaurante y mantener a su familia.
La última aula que visité en la secundaria de Ohio era muy parecida a la primera, ya que tenía más de 30 estudiantes y muchos de ellos eran mayas guatemaltecos. Después de mi charla, durante la discusión, hubo una propuesta de los estudiantes de iniciar un grupo de mam en la escuela. Otros estudiantes hicieron preguntas y algunos bromearon. En las tres aulas los estudiantes estaban bien atentos, hicieron buenas preguntas y presentaron sus propios análisis durante la discusión. Salí de la escuela con sentimientos mezclados. Pensé en amigos y personas que se encontraban en una situación similar cuando vinieron en las décadas de 1970, 1980 y 1990 y que, a pesar de que las probabilidades estaban en su contra, lograron una vida mejor para sus familias. Pensé en otros que no fueron tan afortunados. Fue un humilde recordatorio de los desafíos que enfrentan los jóvenes migrantes en Estados Unidos, así como de las presiones y la violencia adicionales a las que se exponen. A veces es difícil escribir estos relatos sin que parezca que uno está romantizando o siendo fatalista. Mi esperanza es que algún día ellos mismos cuenten sus historias y experiencias en sus propias palabras.
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Léelo en inglés aquí.
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