Se han desempolvado dos dictámenes de la Comisión de Ambiente, Ecología y Recursos Naturales del Congreso de la República referentes al ordenamiento de las autoridades de ciertas cuencas hidrográficas y, lo más importante, a la promulgación de la ley para el aprovechamiento y manejo integral, sostenible y eficiente del recurso hídrico en Guatemala.
La ley de aguas, de avanzar en el procedimiento legislativo, llega con 35 años de retraso. Y no por casualidad. Para diversos sectores empresariales marcados por el cortoplacismo y el fanatismo neoliberal, una ley que protege recursos naturales y que regula actividades públicas y privadas se convierte en un obstáculo para hacer negocios con el estilo finquero que marca las relaciones sociales en este país.
Por lo anterior, no soy muy optimista, pero es conveniente valorar que el Congreso eventualmente discuta un instrumento de enorme importancia para proteger y regular recursos hídricos en 3 regiones y 38 cuencas que muestran niveles de contaminación letales para la salud humana y un abandono que equivale a la destrucción de la mayor riqueza de este país. Y me atrevo a ser categórico en lo anterior porque ningún bien, tal vez a excepción del aire que respiramos, es tan valioso como el agua.
Falta resolver algunos temas importantes en los proyectos presentados, pues debe articularse una institucionalidad nueva con los ámbitos municipales. Del mismo modo, trascender el papel y dotar de recursos a una institución parece seguir siendo un mito en Guatemala, donde se propone administrar la precariedad asignándole al Insivumeh una función sin resolver la ausencia de recursos financieros y científicos.
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Pero el proyecto tiene elementos importantes, entre los cuales destacan la creación del Instituto Nacional de Agua; un inventario nacional del recurso hídrico; políticas, planes y mecanismos de regulación que incluyen elementos de pertinencia cultural, y un programa nacional para la recuperación del recurso hídrico.
Evidentemente, hay temas polémicos. Uno de ellos es que el proyecto de ley establece amonestaciones y multas, así como suspensiones, revocatorias y cancelación de licencias, que pueden no corresponder a los daños causados, pero se abre la puerta a «cualquier otra medida tendiente a corregir y reparar daños causados». Esto suena bien en teoría, pero la institucionalidad guatemalteca ha sido incapaz de proteger la biodiversidad y de hacer cumplir la ley.
Esto me lleva a otro tema que no es necesariamente polémico, pues en Guatemala se da por sentado que el Cacif tenga voz y voto en las decisiones del Estado. Resulta que el proyecto asigna dos sillas a representantes del agro y de la industria, que en la práctica pueden servir de freno para cualquier acción institucional. Es decir, los pueblos originarios no tendrán representación en el Consejo Nacional de Recursos Hídricos, pero sí habrá representación de las industrias que contaminan los ríos y otros cuerpos de agua.
Mi reacción a estos dictámenes es que hay que discutir la ley de aguas, crear una institucionalidad fuerte que se articule con las municipalidades y, ante todo, asignar recursos provenientes de impuestos. El camino es muy largo, ya que la contaminación, los abusos y el descontrol en la explotación del recurso hídrico requieren esfuerzo especial. Y si el Cacif tendrá voz y voto en la nueva institucionalidad, sus delegados deben rendir cuentas y dejar de gemir cuando se investiguen y persigan actos de corrupción.
Finalmente, en este caso particular, mi sospechómetro me hace pensar que los narcoganaderos y otros empresarios corruptos tienen los instrumentos para que todo siga igual. Espero equivocarme y que otros sectores puedan hacer oír su voz para proteger la mayor riqueza del país: el agua.
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