Por las noches llegaban los trabajadores y sus hijos a ver en una televisión en miniatura los programas de los canales nacionales. Se veía mal. En blanco y negro. A veces ni se escuchaba, pero allí nos tirábamos todos, jateados, en el suelo gris.
A pesar de ser amigos, una diferencia saltaba sin poder negarse. Los niños que vivían en la finca andaban siempre descalzos. Y así jugaban futbol. Puntualmente, a las cinco de la tarde empezaba la chamusca —que duraba hasta que oscurecía— en u...
Por las noches llegaban los trabajadores y sus hijos a ver en una televisión en miniatura los programas de los canales nacionales. Se veía mal. En blanco y negro. A veces ni se escuchaba, pero allí nos tirábamos todos, jateados, en el suelo gris.
A pesar de ser amigos, una diferencia saltaba sin poder negarse. Los niños que vivían en la finca andaban siempre descalzos. Y así jugaban futbol. Puntualmente, a las cinco de la tarde empezaba la chamusca —que duraba hasta que oscurecía— en un gran campo rodeado de melinas, situado a la par de la casa. Veía cómo los niños corrían sin zapatos y machucaban astillas o piedras como si nada.
Yo les preguntaba. Me enseñaban una capita dura, encallada, en la planta del pie y en el dedo gordo, que era más agrandado de lo que yo conocía, pues nunca se había adecuado al zapato. De hecho, me contaron que, cuando se ponían botas por alguna formalidad, el calzado les molestaba horriblemente.
Tantas historias se desprenden de ese lugar que de hecho pienso recopilarlas en algún texto largo que se llame así, a secas: La finca (como metáfora del país). Pero una de las que más me marcaron fue la de una vez que la hija de la señora que nos cocinaba se enfermó. Tenía diarrea. Vómitos. Era una bebé de brazos.
La montaron en una camioneta (solo entraban vehículos de doble tracción) y se la llevaron por el camino de piedras. Yo los vi irse y me quedé de lo más tranquilo. Me zambullí en la piscina. Muchas veces había visto ir donde el doctor a mi hermana o a algún primo. Yo mismo, que fui bastante enfermo, había ido toneladas de veces. Nada del otro mundo.
En eso vi regresar a los adultos con caras espantadas. Los gestos tienen eso de innegable. Eso de inocultable. No hacen falta las palabras. Y, bueno, soltaron la historia: resulta que la bebé llevaba tantos días mala de la panza que se deshidrató. El camino era de unos diez kilómetros, pero en esa terracería tan grosera, que impedía ir de prisa, resultó eterno. En un salto del auto, la bebé sencillamente ya no la contó.
Allí quedó para siempre, en los brazos de su madre. Una cosa extraña y oscura en la panza sentía yo, todavía con el agua de la piscina escurriéndome, cuando me lo contaron, mientras veía a los grandes moverse, nerviosos, preocupados por arreglar todo para el entierro y lo demás.
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