Reconozco mis privilegios de clase media, que me permitieron escoger qué vestir siempre, aunque de niña, mi ropa favorita eran los pants con una camiseta floja de los Power Rangers o de Minnie Mouse. Me encantaba vestir así de confortable. Seguramente porque con esa ropa podía hacer de todo. Correr, brincar, bicicletear, subir árboles, bajar barrancos y huir de cualquier escena que me pusiera en riesgo ante posibles regaños. Me daba la libertad de jugar igualito que mi primo Oscar, a quien tanto quiero y con quien nos divertimos muchísimo.
Cuando mi mamá me obligaba a usar vestido, porque la ocasión lo requería, yo siempre le pedía que me vistiera con esos que no aprietan y que no tenían vuelos, cintas o adornos. A veces, lo conseguía, en otras ocasiones me tocaba aceptar que debía verme como damita de boda. Nada más incómodo que eso. En una ocasión mi madre, con toda la buena intención, me regaló una cadenita muy bonita, con un dije del rostro de una virgen. La usé un día y luego, con la seriedad de una niña de nueve años, le dije a mi madre que muchas gracias pero que no podía aceptarla porque, al jugar, no iba a poder cuidarla. Ella, con la sonrisa más hermosa del mundo, la recibió de vuelta. Yo necesitaba ser una niña libre, así como todas.
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La libertad de nosotras las mujeres se ve limitada por diversas situaciones, como el odio que hasta acaba con nuestra vida. Sin embargo, la reflexión que hago en esta columna tiene que ver con las libertades para decidir, que tienen mucho que ver con las capacidades materiales y emocionales, así como con nuestra autonomía. Tanto las capacidades como la autonomía, no se desarrollan por sí solas, sino que están relacionadas con nuestros contextos, nuestros recursos y nuestras formas de ver y entender el mundo. Todo eso que nos hace ser como somos.
Es por eso que, cuestiones como imponer el uso de faldas a las niñas coarta las posibilidades de experimentar el mundo y desarrollar las capacidades que sus cuerpos tienen. Algunas personas podrán pensar que «igual, las niñas juegan como si no tuvieran faldas» pero, se olvidan de los ojos adultos, de esos que las vigilan, que cuando las ven, les dicen «¡cuidado que se te levanta la falda!», «¡cierra las piernas!», «¡no te ensucies!», «¡que no te levanten la falda!» (en lugar de enseñar a los niños a no levantarla) y así, continúa la disciplina sobre nuestros cuerpos, porque, de a poco, las niñas dejan de subirse a los columpios, dejan de saltar, de correr y paran, antes que los niños, de descubrir el mundo.
A veces, sino es que siempre, las cosas que parecen simples son de hecho, las que más debemos complejizar. En colegios privados, donde usualmente la clase media y trabajadora inscribe a sus niñxs, nada más fácil que dejar escoger cómo y cuándo las niñas y los niños quieren usar pantalones, shorts o faldas. No es nada más que eso, permitirles escoger con qué ropa se sienten más cómodas. La revolución de las faldas tiene que comenzar ahora, porque esto ya nos está llevando mucho tiempo.
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