Y es que la auténtica política supone la tarea de articular las posibilidades del presente para dirigir la sociedad hacia un futuro que se considera digno del tiempo y de las circunstancias. Significa, en una metáfora usada por Juan José Arévalo durante su ejercicio presidencial, “auscultar” la sociedad para identificar el naciente latido de los procesos, instituciones y cambios del futuro.
La crisis política que experimentamos es decisiva. No se trata tan sólo de que cada cuatro años seamos víctimas de un escamoteo que supera nuevas cotas de cinismo; lo que va de suyo es que las oportunidades perdidas nos alejan de la posibilidad de plantearnos y resolver problemas cruciales, algunos de ellos fundamentales para la misma sobrevivencia humana. Por el contrario, periódicamente experimentamos la casi apodíctica convicción de que un gobierno peor nos espera en el futuro. Y es que las tareas “políticas”, en el sentido cloacal del término, suponen misiones cada vez más sucias, más indignantes.
La sensación de cerrazón política, en una segunda mirada, se torna todavía más preocupante. Y es que los paradigmas políticos están cayendo, especialmente aquellos que fueron impuestos, con ingenua arrogancia, después de la caída del Muro de Berlín. En particular, el sistema de democracia liberal y capitalista está haciendo agua por todos lados; la dimensión económica del sistema, afincada en la lógica del mercado, ha engullido la misión de promover las garantías que protegen los derechos individuales.
De este modo, el mismo sistema liberal se subordina, con una ineluctable progresividad, a los dictados de la ganancia inmediata. Las naciones liberales occidentales, en este contexto, se están convirtiendo en sistemas de espionaje en los que la necesaria distinción entre gobiernos y corporaciones se desdibuja peligrosamente. Para usar la expresión de Joel S. Migdal, el Estado ya está en la sociedad, ayudando a configurar los escenarios que promuevan el saqueo del momento.
La globalización neoliberal, dado el signo de los tiempos, no significa esperanza para un país como el nuestro. Entender los retos del futuro no equivale a pensar en cómo se va a atraer inversión, como lo suelen pensar élites económicas incapaces de pensar un proyecto de país realmente viable. La tarea de vender el país y de hacer contar su expoliación como progreso demanda trabajos cada vez más denigrantes; para nuestra clase política, huérfana de imaginación, significa imponer mano dura para forzar agendas extractivas y asegurar prácticas corruptas.
Ahora bien, la miseria de nuestra política apunta a nuestras carencias como sociedad. Una clase política sin ideas denota una sociedad que ha dejado de pensarse, de sentirse. Nos hemos convertido en una sociedad atomizada e idiotizada; cada quien sigue su proyecto de vida sin parar mientes en que el sentido de la vida buena es inalcanzable en una sociedad en la que no se plantea un sentido de vida en común.
Afortunadamente, aún subsisten hontanares subterráneos que pueden alimentar nuevos proyectos políticos. Pienso en los potenciales culturales que preservan valores que cuestionan los ejes de la hegemonía neoliberal. Poco ganaremos si concebimos tales recursos espirituales como marcadores étnicos que pueden dividir a una sociedad que ahora necesita identificar las misiones comunes. Para dar un ejemplo: detrás de nuestras diferencias culturales, entre la civilización cristiana y la indígena, podemos encontramos un sentido de comunidad, un respeto a la naturaleza, un sentido de trabajo y espiritualidad. El actual esfuerzo por lograr una creativa apropiación de nuestras raíces indígenas nos brinda una oportunidad de configurar objetivos políticos basados en estas fusiones de horizontes culturales.
Tales proyectos políticos incluso permiten responder a los desafíos que plantea recuperar un sentido de lo político en un contexto de “gobernanza” en el que el Estado se ha perdido. Y es que estas herencias culturales (repertorios de sentido) permiten concebir bloques regionales que empiecen a cuestionar los mandatos de los dictadores del dinero. Y es que nada obliga a América Latina a seguir siendo periferia, muro, entorno. Reconocer esta herencia común, hacerla operativa políticamente, podría acercarnos a naciones y regiones que aun perciben la realidad en términos de las necesidades profundas de los seres humanos. No se trata, desde luego, de esas necesidades que crea el sistema para esclavizarnos; se trata de las demandas que surgen de la conciencia de nuestra finitud, de nuestra necesidad de vivir una vida buena en un mundo que no necesita más dolor que el que es consubstancial a la fragilidad humana.
Como ciudadanos de este país ya no podemos pensar que somos simples espectadores. La globalización es un sistema, necesita de nosotros para seguir su camino que no lleva a ningún lado. Se nos impone, pues, evitar la idiotez política; debemos resistirnos a que la política de la indignidad nos birle nuestro voto dentro de algún tiempo. Mientras los movimientos sociales se posicionan a la altura de los tiempos, debemos dejar de alimentar el sistema de corrupción que nos ahoga. Como seres políticos, nuestra tarea consiste en luchar por recuperar la política en una época en la que todavía podemos evitar el sendero que nos lleva a un desastre que puede ser definitivo.
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