Es el primer día que no llueve desde hace muchos en la Costa. Huele a caña, creciendo a un ritmo vertiginoso en los extensos campos verdes que simulan un mar que se agita con el viento.
Los ríos corren caudalosos, oscuros, achocolatados, brincando las enormes piedras que trajeron desde las montañas. La carretera está llena de baches, que vamos sorteando como si fuera un slalom, en algunos sitios, con maniobras imposibles.
Desayunamos en una caseta al lado del camino. Está bajo una ceiba en la entrada a Siquinalá. Es atendida por mujeres que se reparten entre el fogón donde tiene el asador y el comal de las tortillas.
Varias mesas colocadas debajo de una construcción improvisada de lámina y troncos, nos sirvieron de sombra para el sol de la mañana, al lado de varios camioneros que se detuvieron igual que nosotros, a buscarse la comida.
Vamos a buscar a una mujer, o más bien, vamos a buscar su historia. La de sus dos hijos a los que declaró haber vendido en un período de alcohol y abandono. Pienso en eso, mientras estoy sentado en la mesa plástica donde me sirven un desayuno completo, con un queso fantástico que acompaño de las tortillas que recién salen del comal.
Confío en el paladar de los camioneros. Confío en que cuando estoy en estos lugares, empiezo a desprogramar lo que la ciudad hace conmigo. La lentitud con la que el tiempo avanza bajo esta sombra, junto al humo que escapa del comal, la forma en que los manteles se agitan con la brisa, como si fueran una escena de película del viejo oeste, donde los vaqueros se sientan a comer afuera de la hacienda hablando de sus reses.
Acá todos somos vaqueros y hablamos del camino. Como si el camino fuera el transitar de las reses por los valles en busca de mejores pastizales. Y se habla de sicarios que esperan. Cada tráiler lleva un auto que con policías de seguridad privada que le escolta. Esto es, el transitar de las carretas en el viejo oeste.
Mi colega está armado. Lo recuerdo porque vi el arma, o la silueta del arma, sobresalir debajo de su camisa, en su cintura mientras comemos. Esto es lo que hago para ganarme la vida. Vivir entre vaqueros y pólvora. Entre historias de madres que vendieron a sus hijos, hijos que fueron robados de sus madres y niños como nacidos de la nada, sin familia, ni nombre, ni rastro. Me gano la vida intentando salir ileso en una guerra sin tregua. Así me la gano.
Terminamos de comer y salimos rumbo al sitio donde se supone que vive la mujer. Nadie en el vecindario sabe de ella. Nadie en ese vecindario donde todos tienen talleres, o martillan latas, o hacen pan en casas calurosas que de por sí ya son un horno. Nadie, ni la anciana apostada en el pórtico de una tienda, ni el hombre bajo unos almendros, ni la dueña de una venta de ropa de segunda mano.
Decido ir a buscar a la mujer a casa de sus padres. Nadie ha escuchado de la aldea en ese lugar, así que decidimos ir a Gobernación a preguntar por el sitio. Al llegar, hago la pregunta ¿alguien sabe dónde queda la aldea El Cristo? Y el hombre que me atiende, grita “Gato, te buscan”.
Un hombre alto, fornido, de ojos verdes luminosos sale comiéndose una tortilla con cecina. Le explico que busco la aldea el Cristo y me dice que está lejos. Que vaya a Cuyotenango, que tome la carretera a la Máquina, que luego la B-14 y luego la B-4. Anoto cada cosa en una hoja, pero el hombre me pide la hoja y dibuja un mapa deteniéndose porque en la hoja está el logo del Ministerio Público.
“Si no es indiscreción, ¿a qué van ahí?” me pregunta. A buscar una amiga, le respondo y sonríe, entregándome la hoja con el mapa, con direcciones exactas de un sitio que hasta ahora no sabía que existía.
Volvemos al camino. La carretera sigue igual de terrible, hasta doblar por Cuyotenango en dirección a la Máquina, donde se pone aún peor. Sorteamos muchos más baches, hasta tomar inmensas rectas que nos llevan a una finca gigantesca de árboles de hule.
Los árboles, sembrados en perfectos cuadrantes, parecen ser de una edad considerable. El follaje que creció bajo su sombra, es verde intenso y se extiende por todo el campo. Es un suelo verde claro, que a veces se baña con los pocos rayos de sol que dejan penetrar los árboles, con un tronco muy oscuro.
Como vamos a una velocidad considerable, veo pasar los corredores que van dejando en todas las direcciones los árboles sembrados en fila. Por un momento fijo la vista en un punto y me parece que en vez de estar viendo muchas filas de árboles, veo una sola, en sus múltiples posibilidades, hasta que me topo con una distinta, con un claro, que permite pasar la luz a la única palmera diminuta que se levanta del follaje.
Seguimos hasta llegar a la Máquina. Vaya nombre para un sitio. Todo parece muy extraño por este lugar. Parece desolado, pero aún así no lo está del todo. De vez en cuando se aparece una comunidad, llena de gente muy alegre y de ventas de fruta a la orilla del camino, con un olor tan penetrante, que inunda el auto.
Pasamos la Máquina, que parece ser un pueblo muy alegre, con una cancha de fútbol, bancos y todas las demás embajadas de lo que los discursos llaman progreso. Las casetas están llenas de comensales porque es el mediodía.
Seguimos, tal como lo dice el mapa y buscamos la B-14. Descubro que a partir de la Máquina, los nombres de los sitios se borran y son suplidos por una letra y un número: A-1, A-2, A-3, etcétera. Esto, aunado a lo de la Máquina, me hace pensar que el sitio fue diseñado por militares. Incluso los comercios fueron permeados por esa forma de nombrar: Hotel 6, Tienda 3 y así.
Si esto era una finca militar, habrá sido una de las más grandes en las que he transitado. Llevamos cerca de dos horas y aún no llegamos al camino de terracería que supone la entrada a la línea B-14.
Finalmente la encontramos, en una curva, con la promesa de introducirnos en un territorio aún más enigmático. Lo primero que vemos en la entrada es una tienda donde la gente come en una construcción muy parecida a la del sitio donde desayunamos. Troncos y lámina ahumada.
Seguimos y el camino va exigiendo más atención, terracería salvaje, con baches, rocas y de pronto hasta lagunas. Eso: llegamos a un territorio pantanoso. Quién iba a decirlo. Esto sólo lo había visto alguna vez cuando fui a una aldea extrañísima llamada Güiscoyol, en Iztapa. A veces el camino se borra porque se lo comen los pantanos, que también han devorado árboles que crecen entre el agua, como un bosque que emerge en cualquier momento.
Logramos sortear estas lagunas, mientras seguimos por estos caminos solitarios, hasta llegar a un puente que pasa sobre un río inmenso, igual de achocolatado, que me recuerda mucho a los que alimentan el lago de Izabal.
Tomo una foto, quisiera saber dónde estoy, pero no tengo idea. Hay señal de teléfono, eso sí. Ahora el sitio tiene mucha pinta de que ando por Petén. Esto no es como ninguno de los lugares que conozco de la Costa.
Esto, no es como ningún sitio donde he estado antes y se parece a todos los lugares remotos que conozco. Creo que dadas las circunstancias, no sería demasiado raro, que de pronto me detenga a comprar algo en una tienda y me encuentre con Faulker u Onetti fumándose un cigarro. Me gustaría pasar una temporada en este lugar, donde sé que nadie me buscaría.
Llego a un lugar llamado los Encuentros. Un cruce de caminos de terracería, donde el mapa parece demasiado ambiguo y damos vueltas, perdidos, hasta que volvemos a preguntar a los escasos pobladores que encontramos, quienes amables nos indican el camino con señas igual de ambiguas que el mapa. Hasta que nos topamos con un camionero, que nos lleva hasta la entrada de la Aldea El Cristo. ¿Cuál será el gentilicio de la aldea?
Es un sitio muy selvático igual que todo acá. Con una cancha de fútbol inmensa, donde encuentro finalmente, a una de las autoridades del lugar, en una tertulia muy amena con sus vecinas.
Es la presidenta del COCODE quien me indica cómo llegar a la familia de la mujer que busco. Mientras saludo a su marido, que ve un partido del Madrid en la tele. Se parece mucho a la gente de oriente del país, incluso acá todos hablan así, con ese acento. Veo construcciones de block y pocas casas de palma. Me cuentan que casi todos en la Aldea se fueron a trabajar al Norte.
Me presentan a la familia de la mujer, quien me da los datos de su dirección en un pueblo a tres horas del sitio. Tendré que ir otro día a buscarla. Su entrevista tendrá que esperar. Son las tres de la tarde y nos tardamos cerca de cinco horas y media en llegar desde la capital. Es hora de volver.
Ahora tomo el volante y trato de repetir la ruta, incluida la terracería, el río, los pantanos, los sitios con nombres militares, la Máquina, los bosques de hule y la carretera principal. Llegamos a Mazatenango a las seis de la tarde, tres horas en total desde la Aldea. El sol estaba por ponerse y era una bola de fuego, perfectamente redonda, que miraba desde el restaurante, como si fuera un ojo en llamas mirándome desde el mar.
La mitad del cielo era de un azul oscuro, muy oscuro; y la otra mitad era de un naranja encendido. Esto no se ve en la ciudad. Para colmo, empieza a llover. Comemos, mirando el aguacero, prediciendo que el camino de vuelta a casa será largo, tortuoso, con esta lluvia y el pésimo estado de la carretera.
Y así es. Vamos sorteando baches en una carretera que no está señalizada, adivinando el trazo del asfalto hasta llegar a la autopista, que es la bienvenida a la ciudad que me espera con un caos vehicular.
Al llegar a casa, me acuesto, mirando por la ventana el bosque que está al lado del condominio. Las copas de los árboles se mecen. Averiguo en el internet la historia del sitio donde estuve: hasta 1935 había sido una finca inmensa propiedad de la Reina de Holanda, luego pasó a una empresa alemana y finalmente a manos del gobierno quien durante el régimen de Castillo Armas lo convirtió en lo que ahora mismo es, llevando gente del oriente del país para que a modo de conquistadores, dominaran esa selva y se apropiaran de ella.
Holanda, qué cosa. Ahora entiendo el aire de desplazados que percibí en la gente del lugar. Es una historia bárbara la de estos niños, del lugar donde salió su madre, quien presa del alcohol los vendió por lo que vale un auto usado en malas condiciones.
Trato de dejar de pensar en eso y lo logro, porque llevo muchos años en esto y sé bien que es un trabajo, que son sus vidas y no la mía, que todo en casa y en la familia está bien.
Pero los pantanos, esta vez, parecen haber tomado algo de mí que se hunde en ellos, para crecer como un árbol ahogado, que amenaza con emerger.
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