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Ejército y antimotines cortan la carretera en el cruce de Vado Hondo, Chiquimula, el sábado 16 de enero, para impedir el paso a la caravana de migrantes hondureños reunidos en ese lugar. Simone Dalmasso

La solución a todo

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Esteban Biba/EFE
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El lunes pasado, la que se anunciaba como la caravana de migrantes más numerosa desde la experiencia iniciática del 2018 fue desmantelada por la fuerza pública guatemalteca, que dispersó a cientos de familias hondureñas con palos de madera, porras y gases lacrimógenos.

4, 5, 6, 7.000 personas, los datos difieren enormemente. El Instituto Guatemalteco de Migración calculaba unas 4.000 personas, El País, de España, las elevó a 9.000. Lo cierto es que la caravana más numerosa desde aquella histórica del 2018 se ha fragmentado de forma prematura y, probablemente, de una manera definitiva, gracias a la imposición de la violencia más brutal que se podía imaginar por parte de una país, Guatemala, experto en la exportación de migrantes, cuya economía se fundamenta en las millonarias remesas que, año tras año, permiten a miles de ciudadanos sobrevivir en el medio de una crisis económica constante, el desempleo crónico, la falta de oportunidades, la marginalización.

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Al momento, el Instituto Guatemalteco de Migración ha contabilizado (entre retornados, la mayoría, y remitidos a las autoridades) 3.500 hondureños. Es decir, más de la mitad de las personas que conformaban la primera diáspora masiva del año ya no seguirán aspirando al Norte, al menos de inmediato. Disuelta la caravana, ahora, hay grupos dispersos que siguen el lento recorrido hacia la frontera de Tecún Umán, donde el desfile militar de las fuerzas federales mexicanas de hace unos días no infunde buenos presagios para la suerte de las personas que todavía mantienen intacta la esperanza.

Con la única constante del silencio sepulcral del cuestionado presidente hondureño, Juan Orlando Hernández, en el país de origen del fenómeno migratorio, con respecto a las veces pasadas, para la primera caravana del año ya eran claros los obstáculos adicionales a enfrentar a partir del ingreso en Guatemala: el Covid19 y la necesidad de evitar contagios habían facilitado la imposición del estado de prevención en buena parte de los departamento de tránsito y las consecuentes detenciones masivas en contra de cualquier grupo numeroso encontrado por la carretera. Como si no fuera suficiente, la obligación a tener una prueba negativa del virus permitía a las autoridades detener hasta incluso a una sola familia encontrada por la vía si todos sus miembros no cumplían con el requisito… Sin embargo, la inaudita imposición de la fuerza bruta, porras y gases lacrimógenos, implementados para dispersar a un número indefinido de familias, mujeres y niños, siembra otro acontecimiento de violencia contra civiles por parte del gobierno de Alejandro Giammattei, a las puertas de su segundo año de mandato.

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Sábado 16 de enero, miles de migrantes hondureños iban concentrándose en el cruce de callejones que conforma la aldea Vado Hondo, ubicada a unos veinte minutos de carro del municipio de Chiquimula, 45 kilómetros de distancia desde la aduana del Florido, frontera con Honduras. Un puesto de control de la Policía Nacional Civil presente en el lugar alertó a los grupos de migrantes que venían llegando dispersos y ya muy cansados desde la frontera: la mayoría, familias con niños y bebés, había recorrido a pie todo el camino, ya que, a diferencia de las veces pasadas, las restricciones impuestas por el Estado de Prevención y la difidencia por el peligro de contagio por Covid19, limitaba mucho la posibilidad de recibir jalones de parte de los transportistas en el camino. Decidieron parar en el pequeño poblado para descansar, recuperar energías y esperar a los demás compaisanos todavía en camino, para juntarse y, compactada la caravana, cobrar número y fuerza. Los tres comedores y las cuatro tiendas del lugar fueron rápidamente rodeados por cientos de hondureños que se les amontonaban en frente, para gastar los pocos ahorros que traían consigo. Al lado del poblado, el río ofrecía un pretexto más para detenerse y aprovechar para bañarse, lavar ropa y refrescarse.

Es allí que Dilmer Acosta se estaba secando, junto con su hijo, de 17 años, después de haber nadado un rato en el agua plácida. Barbero originario del barrio Loma del Carmen, San Pedro Sula, Acosta tuvo que cerrar su negocio hace un año, antes de que empezara la pandemia por Covid19, porque el pago de la extorsión se había vuelto insostenible. “Y vaya que a mí me cobraban poco, 600 lempiras semanales –equivalentes a unos 26 dólares– porque a los muchachos les gustaba cómo les cortaba el pelo”. Acostumbrado a hacerle frente a la vida, este hombre de 45 años, robusto, a cargo de 6 hijos repartidos equitativamente en dos familias distintas, no perdió el ánimo y siguió con su actividad profesional recibiendo a los clientes en su casa. Las cosas no iban tan mal: a pesar de sufrir el grave luto de una de sus hijas mayores, quien se enfermó de Covid19 y no pudo recuperarse, el hombre seguía aguantando con dignidad la difícil cotidianidad que aglutina a miles de centroamericanos del Triángulo Norte, haciendo equilibrismos entre los problemas crónicos de la región –desempleo y violencia– hasta que, a principio de noviembre, las tormentas Eta y Iota, una seguida de la otra, y las fuertes inundaciones que provocaron, sepultaron a su casa, dejando al hombre y su familia absolutamente sin nada. “Así como se mira el río se quedó mi casa”, comentaba Acosta con la mirada perdida en el lento movimiento de la corriente, ahogando, por algunos segundos, su sonrisa pícara. “En Navidad comimos lodo”, añadía para cerrar su relato.

Dilmer Acosta es una de los tantos migrantes que, después de haberlo perdido todo, llevaban meses lidiando con el agobio de no tener un techo propio bajo el que descansar por la noche con su familia. La caravana le devolvió la esperanza, las ganas de volver a empezar desde cero: “para comprar un terreno necesito 180,000 lempiras –unos 7.800 dólares– y para construir una casita hacen falta otras 120,000 –5,200 dólares–”. Son 300.000 lempiras –13.000 dólares– para volver a vivir, en su tierra. Por eso, necesita llegar a los Estados Unidos, junto con su hijo, antes de que cumpla los 18 años, en julio, para que las autoridades tengan clemencia y les permitan alcanzar a unos familiares que allí viven. Sólo el tiempo de ganar la plata y volver, porque, aparte de ellos dos, los demás se quedaron en San Pedro Sula pendientes (y dependientes) del éxito de su travesía para seguir sobreviviendo en tierra catracha.

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La tarde bajo el puente de Vado Hondo seguía plácida como la corriente del río que aliviaba el cansancio de los migrantes que acudían a sus orillas hasta que, cerca del atardecer, el brusco movimiento de botas militares difundió una primera ola de preocupación entre la muchedumbre. Un grupo numeroso de soldados avanzaba hasta el puesto de control policial haciendo tronar las porras en contra de los escudos, de forma intimidatoria, mirando, desafiantes, hacia los migrantes abajo del puente. La llegada del contingente militar cumplió con el objetivo de concentrar a la mayoría frente al cordón que los propios soldados conformaron en la carretera, cortando abruptamente el tráfico de vehículos que, hasta aquel entonces, seguía sin mayor inconveniente. A la par de las fuerzas del orden, autoridades migratorias invitaban a los migrantes a volver a sus casas, ofreciendo bolsas de víveres y transporte gratuito hasta la frontera catracha: a pesar del firme rechazo de la mayoría, ya de noche un par de camionetas verde olivo se habían llevado a una docena de migrantes de regreso, “voluntario”, a su país.

La caravana amaneció con el mismo corte de carretera por parte de las fuerzas del orden. Un intento de romper el cerco militar fue frustrado con los gases y las palizas ganadores de la foto que dio la vuelta al mundo en pocas horas. De allí, el resto de la mañana y la tarde pasaron lentamente, con la sensación de que los miles de hombres, mujeres y niños que aguantaban el calor de Oriente tirados en ambos carriles tuviesen bajo de sus pies la moneda de negociación para seguir avanzando rumbo al norte: en un día entero de bloqueo de carretera, la fila de camiones y tráileres de carga había alcanzado varios kilómetros de cola. A la par, la desesperación y el cansancio, junto con el llanto de los niños aburridos, calentaba los ánimos: repetitivamente, gritos de protesta se levantaban al aire, invocando una acción de fuerza que solucionara el impasse. Las intervenciones de las autoridades guatemaltecas, a media tarde, en lugar de bajar la presión ofrecieron solo más pretextos para la indignación: a la par de los representantes de ejército y policía nacional civil, la oficial de migración de la PDH, Reyna Manuel, megáfono a la boca, invocaba el derecho constitucional a la libre circulación para pedir a los migrantes que liberaran el camino, recordando las muchas familias guatemaltecas que se estaban quedando trabadas en la infinita fila de vehículos que se había conformado desde la madrugada, descuidando el detalle de que el corte lo habían producido las fuerzas del orden guatemaltecas…

De pronto, entre la primera fila de jóvenes más acalorados, una voz contribuyó a devolver lucidez a la cabeza del movimiento. Manuel de Jesús Rendón, extrailero originario de La Lima, Cortés, invocaba a la calma y a reflexionar sobre la importancia de mantener tomada la carretera, pacíficamente, en consideración de las pérdidas comerciales que se estaban produciendo por la detención del tráfico. Consciente de no poder con la fuerza de los militares, dada la ingente presencia de niños y mujeres, se daba cuenta de la importancia estratégica de no provocar reacciones violentas y negociar: “¿Si hemos aguantado a Juan Orlando por 8 años no seremos capaces de aguantar un día y una noche en esta carretera?”, preguntaba retóricamente, haciendo referencia al cuestionado presidente hondureño acusado en EE.UU. de narcotráfico y a su aún más cuestionado segundo mandado in-constitucional legitimado por la embajada estadounidense. La noche cayó encima de la carretera, cubriendo de oscuridad a las cientos de familias que se quedaron tomando el área vehicular con firmeza y orgullo. A menos de 30 kilómetros de distancia, antes de llegar al municipio de Zacapa, mil migrantes avanzaban de noche rumbo al norte. Ninguno presentía lo que pasaría el día siguiente en el kilómetro 177 de la carretera a Oriente.

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