En el actual ciclo de restauración conservadora, el arrasador triunfo de Morena ha servido para renovar las expectativas progresistas en la región. Y, como era de esperarse, las oligarquías chapinas han revivido algunos temores, injustificados desde mi lectura, a excepción de uno que expongo más adelante.
Morena triunfó en la disputa por la presidencia: la mayoría en ambas cámaras parlamentarias y en al menos 12 congresos locales, cinco gubernaturas, la ciudad de México y varias alcaldías. Un triunfo que no garantiza el éxito del proyecto, pero que hace pensar en una correlación de fuerzas favorable para acometer algunas tareas fundamentales entre las cuales destaca una: frenar y hacer retroceder el neoliberalismo, que ha sido la agenda de Estado en México desde Salinas de Gortari y la vía para desmontar la versión mexicana del estado keynesiano, que, pese a sus grandes falencias, era menos salvaje y económicamente más eficiente que el modelo actual.
Es necesario mencionar que, a diferencia de otros proyectos progresistas, el discurso de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), aunque se enuncia como radical, ni siquiera se acerca a un proyecto anticapitalista. Es más: percibo una propuesta capitalista, democratizadora y pragmática, en la cual el discurso del combate de la corrupción ha jugado una función aglutinadora que abarca la seguridad ciudadana, el combate de la pobreza y, por qué no decirlo, la soberanía y el nacionalismo mexicanos. Esto, sin dejar de lado los matices conservadores e inevitables que contribuyeron a construir una alianza inédita en la política mexicana.
En esa lógica, pienso que la agenda política priorizará planes específicos para el combate de la corrupción, la reducción de la pobreza y eventualmente un golpe de timón para despenalizar algunas sustancias en el afán de reducir la violencia asociada al fenómeno del narco. Pese a lo anterior, la hegemonía neoliberal se encuentra intacta, lo que implica que el Estado debe recuperar funciones rectoras, de regulación y de redistribución de la riqueza: tarea que, planteada en un proyecto democrático, es sumamente compleja.
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Morena tiene entonces el reto político de recuperar espacios y cuotas de poder de las grandes corporaciones y cámaras empresariales. Si ese proceso es exitoso, México podría contar al fin con un Estado que no esté solo al servicio de una minoría y que implemente medidas que reduzcan en alguna forma la corrupción estructural.
En esto último radica, desde mi punto de vista, el mayor reto de Morena como proyecto y de AMLO como estadista. Porque no es verdad que el poder económico entregará alegremente el control que ostenta sobre las decisiones de Estado. Pero, en una perspectiva optimista, puedo afirmar que la lógica empresarial también es pragmática. Si existe un proyecto legítimo que inspire un nivel de confianza aceptable en el manejo de la cosa pública, cabe esperar que las grandes empresas se adapten a nuevas reglas, con las cuales tengan menos poder, pero que les permitan mantener márgenes de utilidad razonables.
En suma, el proyecto de Morena es incluyente, ambicioso y, desde mi perspectiva, viable. Pero no será una transformación que altere de raíz las relaciones sociales y que ponga en duda el capitalismo mexicano. Lo que presenciaremos es un intento de frenar y acaso de hacer retroceder el proyecto neoliberal, salvaje y empobrecedor, pero que sigue fascinando a las oligarquías, que han acelerado sus procesos de acumulación con un Estado a su servicio y en desmedro de las mayorías.
Por eso Morena y su cara visible, López Obrador, asustan a ciertos grupos. Porque, si tienen un buen nivel de éxito, demostrarán nuevamente y justo en nuestra vecindad que existen vías democráticas para transformar a la sociedad y que puede haber bienestar al alcance de las mayorías en México o en cualquier otro sitio.
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