A veces me despierta uno de estos gatillazos para recordarme el país donde nací. Imagino el herido o el fallecido de turno. Estoy atento a la sirena de la ambulancia que lo sigue. En otras ocasiones no hay sirena y las balaceras reviran de ida y de vuelta y solo queda esperar a que amanezca.
Hay casos en que una cinta amarilla del Ministerio Público bordea una o dos cuadras, a otra familia en agonía y los murmullos sobre en qué andará metido el occiso, pero más vale el silencio que averiguar, piensan los vecinos, pues subrepticiamente el miedo doblega a la gente en la colonia.
Al otro día me agarra por revisar las esquelas y las noticias. Hay días en que encuentro algo, un nombre; otras veces, nada más que los recuerdos de la noche. Planeo mentalmente por los velorios, por los entierros. Pienso en los zopilotes arriba del cementerio.
Por mi trabajo, acudo a reuniones en las que se observan cifras de homicidios en informes de agencias internacionales. Estas reuniones se dan en los edificios más caros de la ciudad, esos con vidrios que brillan cuando se ven desde afuera, desde las sucias avenidas. En esos mismos edificios trabajan también los capos de las aduanas y de las corporaciones. Estas personas con nexos con el poder son quienes terminan firmando los cheques con que se les paga a algunos sicarios para finiquitar sus labores.
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Tan altos y limpios se yerguen los edificios que vomitan mierda y bish y condones y latas e instrumentos de maquillaje por medio de unas tuberías que conducen todo este revoltijo hediondo a los ríos de la ciudad que dividen los barrancos donde ciertos jóvenes sin DPI se bañan y se lavan las manos preparándose noche a noche para quitarle la vida a alguien.
Para ellos, el sicariato es un trabajo como contar muertos y mostrarlos en serios powerpoints, como extraer el oro de los pueblos más pobres, como ser escopetero en una finca, como quemar una selva, como mover coca de frontera a frontera, como vivir del juego en los casinos, como deshacerse de la competencia con ofertas-que-no-pueden-rechazar. Hay mil maneras de sobrevivir en estas calles que están tiesas por tanta sangre coagulada.
Sobre estas mismas calles luego cae la lluvia, y el río en el barranco vuelve a crecer, y la gente que vive en las laderas sube corriendo y deja sus teles y dividís en las casas de lámina y, para recuperar más de algo, va a ver qué le roba a quien anda dentro del auto en pleno tráfico de fin de mes. Y quizá el robado se pone brincón y proceden a matarlo, y escucho otro tiro desde mi cama cubierta con sábanas limpias.
Un día, me digo, un día atravesará toda esa mugre de los barrancos y trepará por estas paredes que desde arriba son cuidadas por alambres espigados, y yo seré un dígito más en una conferencia de prensa en algún edifico cristalino.
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