El presidente Álvaro Colom ha insistido de nuevo en una reforma fiscal y aparecen simultáneamente voces que se oponen a nuevos incrementos. La estrategia de negociación, tristemente asimilable a las medidas de hecho de algunos movimientos, es llevar al límite el déficit fiscal para obligar una reforma que supuestamente provea recursos para los programas sociales.
Confieso que soy abierto defensor de los programas sociales y de la necesidad de que estos se potencien, pues por primera vez en la última década se observa la consolidación de una política para la reducción de la desigualdad. Pero también comprendo al contribuyente medio cuando realiza su análisis costo-beneficio y critica abiertamente las prácticas corruptas en el Estado.
La verdad es que si los impuestos son para redistribuir, en Guatemala pareciese más bien que los recursos públicos pretender hacer todo lo contario, concentrar riqueza. El sistema impositivo es poco progresivo, se fundamenta en impuestos indirectos, afecta en gran medida al contribuyente medio y asalariado y posee una alta cantidad de privilegios y trucos para evadirlo. Por otra parte, la ejecución de los recursos de inversión pública en el Estado, se sustenta en un débil sistema de planificación y en un sistema de contratación poco transparente que en muchas ocasiones recurre a mecanismos fiduciarios para evadir los controles y fiscalización.
Más allá del tema de la exclusión y la responsabilidad ética en torno al mismo, me parece conveniente, entonces, realizar algunas apreciaciones que vinculan las percepciones del contribuyente medio con el tema de la corrupción en el sector público y los círculos viciosos que esta encierra.
Empiezo por señalar que la captura del Estado, el tráfico de influencias y por consiguiente la corrupción no es algo nuevo, ni propio de este Gobierno ni de Guatemala. Hasta los países más avanzados ostentan algún grado de corrupción.
En segundo lugar, es conveniente señalar los efectos de la corrupción en la economía de mercado. La corrupción genera prebendas que benefician a ciertos sectores económicos que a la postre originan acomodos y limitantes en la competencia. Esta situación se puede ir ratificando e incrementado de tal forma que, incluso, a los empresarios más éticos se les haga imposible escapar de estas prácticas sin perder negocios ante otros empresarios menos escrupulosos.
En tercer, es preciso comprender que las barreras que la corrupción impone en la economía de mercado hacen que el problema se convierta en algo sistémico. Hay especie de “sube y baja” entre las oportunidades políticas y las económicas de un país. Si las primeras superan a las segundas, entonces la gente se dedicará a la política no por vocación, sino para ganar dinero. Esto provoca una mayor difusión de la corrupción y afecta naturalmente la calidad de la clase política.
En cuarto, se debe tener en cuenta los efectos de las prácticas en la economía y las políticas del país. Generalmente, los fondos de los grandes sobornos desembolsados no ingresa en la economía nacional, por el contrario, se tiende a sacarlos del país para mantenerse ocultos. Los mayores perjuicios no residen en el valor de los sobornos, sino en la distorsión que se genera en la acción del Estado. Hay inmensos costos de oportunidad desaprovechados provocados por la mala elección de proyectos, compra de equipos de baja calidad, realización de planes innecesarios, etc.
Finalmente, debe observarse los efectos en la institucionalidad. Los costos asociados a los escándalos de la corrupción minan la confianza de los ciudadanos, generan sentimientos de frustración, apatía y rechazo a las instituciones legítimamente constituidas, pérdida de respeto por la ley, disminución de la participación ciudadana y suplantación del Estado. Asimismo, existen los costos económicos, sociales y políticos derivados de una situación en la que los dirigentes corruptos siguen aferrados al poder, muchas veces violando la ley, apelando al nepotismo y alterando los procesos de designación o elección, simplemente por el temor de que sus propias finanzas sean examinadas al cabo de su mandato.
Ahora bien, ¿cómo corregir estos hechos?, ¿por dónde empezar? Normalmente, las repuesta se dirige a nombrar un zar anticorrupción, imponer mayores controles a la administración pública, generar más transparencia y profesionalizar el servicio público. Todo ello parece estar bien (en tanto no se vuelva muy onerosa la función de controlar), pero deja por fuera dos elementos fundamentales: la justicia y la responsabilidad de las organizaciones privadas.
En relación al primero, hay que recordar que quien va definir y condenar una práctica corrupta es al fin de al cabo la función jurisdiccional. La idea de construir un sistema de “checks and balances” (controles y contrapesos) es que la función de justicia obre como una institución que ejerce control sobre los actos de los gobernantes y proteja el interés público de los ciudadanos. Esto significa que el problema de la corrupción estatal no se puede enfrentar sin una política clara que garantice la independencia de la justicia, le asigne recursos financieros y le permita dejar de depender del apoyo de la cooperación internacional.
Respecto del segundo, se observa en los empresarios poca acción para mejorar la situación. Hay que recordar que no hay corruptos sin corruptores. La corrupción corporativa también es parte del problema. Los sobornos al sector público se observan de igual manera en sector privado, pregúntese cuántas mordidas o gratificaciones indebidas no se dan para que un gerente o empleados atienda peticiones de sus usuarios, para que algunos productos se ofrezcan en exclusividad en algunos establecimientos, para que exista una promoción laboral al interior de una organización o simplemente para ocultar al interior de las organizaciones movimientos financieros indebidos.
En ese sentido, es verdaderamente vergonzante ver, por un lado, corporaciones que se escudan en la bandera de responsabilidad social empresarial para realizar actividades de apoyo a la población más necesitada, cuando por el otro no miran a su interior, participan en la batalla (entre élites emergentes y tradicionales) por la captura del Estado, ignoran las responsabilidades legales, evaden compromisos fiscales, sobornan funcionarios o, simplemente, no revelan sus aportes financieros a las campañas políticas y no apoyan las iniciativas de control social.
En este año electoral, el Gobierno ha desempeñado una estrategia ganadora. Pues si logra la reforma fiscal, conseguirá contener el financiamiento externo para el desarrollo de los programas sociales; si no la logra, capitalizará el desacuerdo en la contienda electoral. Ojalá las clarividencias del contribuyente medio no pasen desapercibidas y no vuelva a ser éste el único afectado. Si los negociadores quisieran, el pacto fiscal pudiese ser una oportunidad que beneficiase a todos, una especie de contrato social en acción que sacralice los recursos públicos y evite que Guatemala se siga haciendo lentamente el harakiri; un acuerdo vinculante que obligue al Estado la observación de ciertos comportamientos como el de blindar la inversión social, pero también un punto de partida, para reflexión sobre el alto grado de responsabilidad de los empresarios en la situación actual.
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