En la madrugada de un martes de julio pasado, los niños de Chaxá, El Quiché, despertaron con una novedad: escondidos entre la neblina. Los padres y hermanos mayores estaban empezando a excavar una enorme fosa en el campo en que solían jugar futbol. Algunos se acercaron con curiosidad, otros, más emprendedores, agarraron el azadón para ayudar a sus familiares, con aquel instinto propio de la gente acostumbrada a la vida del campo y a sus herramientas de trabajo. Sólo unos cuantos osaron preguntar porqué se estaba levantando tanta tierra en el medio de la comunidad. Sin alzar la mirada de su pala, un anciano explicó brevemente que iban a desenterrar a los restos de unos abuelos y tíos, a los que la guerra se había llevado.
Justo antes de que otros niños se sumaran al grupo para hacer más preguntas, el maestro despertó la atención de los pequeños, llamándolos para empezar la clase. Algunas niñas, las mayores, acababan de limpiar el piso de madera de la escuela y ya estaban vigilando que hasta los más pequeños no faltaran. Luego, la mañana siguió normalmente, con los 28 estudiantes de 7 grados distintos sentados en la única aula. Ni siquiera el joven maestro encontró todas las respuestas a las preguntas de sus alumnos. Resultaba difícil explicar por qué, en una aldea ubicada en la montaña, a tres horas de la última carretera que lleva hasta Chajul, hace 30 años se había consumado una masacre de 37 personas, la mayoría niños, donde, según los testimonios de algunos familiares de las víctimas, “la sangre corrió como agua”, en un periodo en que “cortaban cabezas como pelar naranjas”.
Más al norte, cerca de la frontera con el Ixcán, durante otra madrugada del mes anterior, un cortejo fúnebre macheteaba la selva que separa la aldea de Xecol del humilde cementerio comunitario para que Elena Ramírez, de 70 años, pudiera finalmente enterrar a sus dos hijas, fallecidas por susto y hambre en el 86. El llanto imparable de la señora representaba el primer desahogo después de casi tres décadas de luto. Tampoco la gente de esta comunidad podía explicar exactamente por qué un conflicto de tanta magnitud vino a explotar en contra de niños y ancianos.
El mismo día, en la cercana comunidad de La Esperanza Amajchel, otro entierro dignificaba la memoria de otras tres personas fallecidas a principio de los años ochenta. Juan Pedro andaba exhausto después del velorio nocturno y, mientras retiraba la tierra del ataúd de su madre, Marta Raymundo López, muerta por hambre en el ’83, lamentaba: “Nos habían prometido un panteón para dignificar la memoria de nuestros mártires, en cambio, tal como los exhumamos, los volvemos a dejar en la tierra”.
Las Comunidades de Población en Resistencia de la Sierra, CPR-Sierra, ubicadas originariamente en las montañas del norte de Chajul, en territorio ixil, simbolizaron la experiencia de organización popular para la sobrevivencia frente a la política de exterminio perpetrada en el área.
Lejos de ser una población pasiva atrapada entre los “dos fuegos” de ejército y guerrilla, a principios de los años ochenta, cientos de familias huyeron de la tierra arrasada que se estaba consumando en las aldeas para protegerse en los rincones más recónditos de las montañas y sobrevivir durante 15 años a los bombardeos, al hambre y al miedo. La organización comunitaria que solidarizó familias provenientes de los tres municipios del área, junto a refugiados de etnias colindantes, en su mayoría quichés, permitió a las CPR sobrevivir a una represión al límite de lo imaginable, en el medio de las masacres, la falta de alimentos y la quema de viviendas.
Durante su acompañamiento pastoral en las CPR del Ixcán, el jesuita Ricardo Falla describía las comunidades como “un lugar histórico, donde se podía encontrar la revolución con la iglesia y donde esta podía acercarse al fenómeno del ateísmo, no puesto en las cátedras de Europa, sino en las trincheras latinoamericanas”. Andrés Cabanas, autor de Los sueños perseguidos, Memoria de las Comunidades de Población en Resistencia de la Sierra, describe la experiencia de estas comunidades como síntesis entre el guevarismo y la teología de la liberación.
A pesar que muchos pobladores pagaron con la vida el precio de su libertad, después de la salida a la luz pública en 1990, la firma de la paz y el reasentamiento de una parte de las familias en la costa sur y en la Zona Reina de Uspantán, las CPR desaparecieron de la agenda de resarcimiento nacional. Actualmente, representan muchas de las paradojas del país, siendo entre las comunidades más olvidadas, sin servicios básicos, de difícil acceso y sin ninguna representatividad dentro del panorama socio político.