Algunos presumen sus apellidos para certificar pedigrí. Otros, se placen demostrando autoridad o desplegando altivos, los hipnotizantes abanicos verdes que agitan el rostro yerte de Benjamin Franklin. No hay duda, el diablo también se viste a la moda. El disfraz oculta a criminales de etiqueta.
A algunos se les reconoce como élites (inmunes e impunes). Hay quienes se refieren a ellos como “gente bien” e incluso aluden a una confusa calificación de procedencia: “buenas familias”, efecto alucinador de la violencia simbólica, esa que ejerce poder sobre las conciencias más que agresión sobre los cuerpos, que transita sutil, se escurre de los relatos noticiosos y nunca pone un pie en los tribunales de justicia .
Existe una visión relativa del delito –entendido como la violación a la ley por acción u omisión–, y de la cuestión criminal al recrear un estereotipo típico de delincuente: pobre, moreno, marginal, joven.
Es en esta representación de lo bestial, lo criminal y lo monstruoso que se centra el relato de los medios de comunicación y contra la cual se despliega y legitima toda la fuerza represiva del Estado.
Por su parte, los delincuentes de cuello blanco –personajes con alto poder adquisitivo–, permanecen camuflados, ausentes, dando la sensación de que son dispensados con curiosa y aberrante indulgencia. ¿Ceguera o privilegio? ¿De dónde proviene el mayor daño social? ¿Cuál es el fundamento moral y cultural de nuestra justicia?
Delincuente no es solamente quien mata y descuartiza a un ser humano, también lo es quien lo esclaviza históricamente y se sirve de él para ser “competitivo”, eludiendo las normas laborales, atropellando su dignidad.
Ladrón es quien roba un celular y aquel que defrauda al fisco. Corrupto es quien soborna a un policía pero también el que corrompe autoridades públicas para obtener obras, leyes o políticas a la medida de sus insaciables necesidades, quien impone monopolios, promueve la persecución y neutralización sindical o el fraude electoral.
Mafioso es quien trafica drogas, armas o personas, el que daña conscientemente el ambiente y aquel que se hace de la vista gorda ayudando a blanquear dinero.
Cesare Lombroso, médico italiano a quien con frecuencia se le considera el padre de la criminología afirmó que, “El hombre de Estado que desea prevenir el delito… debe protegerse de los efectos peligrosos de la riqueza en la misma medida que de los de la pobreza”.
Es por eso que no debemos marearnos en estas agitaciones imparciales de amenazas, sino más bien navegar hacia esa tierra firme llamada justicia con equidad. “Un individuo que se de cuenta de que disfruta viendo a otras personas en una posición de menor libertad entiende que no tiene derechos de ninguna especie a este goce. El placer que se obtiene de las privaciones de los demás es malo en sí mismo, es una satisfacción que exige la violación de un principio con el que estaría de acuerdo en la posición original” *(J. Rawls). Este es uno de los principios básicos de la democracia y de la verdadera política.
Todos los delitos hacen daño, causan dolor, frenan el progreso y la felicidad de las personas, en consecuencia deben ser visualizados, tratados y castigados sin diferenciaciones y en proporción al daño causado. No se trata de hacer una cosa o la otra, de privilegiar “casos paradigmáticos” para distraer al ciudadano y dar la apariencia de que se está haciendo algo. Se trata de acabar con las prácticas de encubrimiento y la utilización de chivos expiatorios, de prevenir las razones estructurales que generan y facilitan los comportamientos delictivos de cuello blanco y de los “sin cuello”.
Los cimientos de una sociedad sana, sin hambre, desempleo, analfabetismo ni miedo se erigen promoviendo una moral restauradora que libere de la violencia simbólica y la impunidad.
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* Dicha posición original está plasmada en nuestra Constitución como el máximo acuerdo social.
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