La escena puede ser parte de cualquier calle de Guatemala, donde la economía informal es la reina de la subsistencia y cualquier paseante debe sortear los puestos en las aceras. Sin embargo, los enormes edificios del Downtown a lo lejos me recordaban que estaba en Los Ángeles, en la Sixth Street entre el MacArthur Park y Union Avenue.
Quienes se veían eran ya los pocos que se animaban a quedarse más tarde ofreciendo comida en calles casi vacías, después de unas horas en las que esas mismas aceras estaban llenas de gente vendiendo y comprando. Todos los días, a partir de las 5 pm los vendedores comienzan a ubicarse en sus trozos de cemento para colocar la ropa, los zapatos, las maletas, la comida y cuanto producto pueda ofertarse a la comunidad latina.
La mayoría de vendedores son guatemaltecos, pero también hay otros centroamericanos. Todos son indocumentados, que por falta de papeles tienen dificultades para conseguir trabajo y encuentran en la venta informal su modo de subsistir.
La policía de Los Ángeles los persigue y si les atrapa, les confisca la mercadería, y por supuesto, corren riesgo de ser deportados. Sin embargo, diariamente acuden a su trabajo, ubicándose lo mejor posible y vigilando las calles por si se asoman las patrullas, siempre listos para esconderse, retirarse, escapar. No extraña que sean desconfiados, que te miren atentamente si haces preguntas y que no quieran hablar contigo, aún cuando llegues acompañada por uno de sus líderes.
Pero esa noche es tranquila. En ese gran calor de la ciudad, que a finales del verano todavía hierve en altas temperaturas, vendedores y compradores se encuentran entre semáforos y letreros en español e inglés. Algunos llegan con camionetas que tienen preparadas por si deben meter todo a toda prisa, otros con carretillas de supermercado con las parrillas sujetas, otros más sofisticados van con carretas formales de comida y sombrillas, banderas, un tanto más desafiantes en esa urbe donde todo es posible.
Sus clientes son otros inmigrantes, sobre todo indocumentados, atraídos por los sabores tradicionales de nuestra tierra y por los productos más baratos. Se les ve llegar ya bañados y cambiados después del arduo trabajo del día en busca de la cena. Unos chuchitos y coca cola, unas tortillas con carne asada y atol, tacos y dobladas para llevar o para comer allí, todo servido en platos y vasos de duroport, empacado en bolsas plásticas. Se come de pie, recostados en las paredes, o sentados en los bordillos, con los escapes y bumpers como compañía. Por supuesto, ninguno de los vendedores tiene un registro sanitario, pero sí observo varios botes de basura para que al menos la calle quede limpia de los restos de tusa, aluminio y envases.
Durante la visita supe que los Informales de la Sexta están tratando de constituirse en una asociación. A la fecha han logrado que la Policía no los persiga con saña, ni destruya la mercadería, han hecho acuerdos para que los dejen trabajar mientras se organizan en la ciudad de Los Ángeles.
El submundo de la informalidad migrante no carece de limitaciones, tales como el desconocimiento del inglés, del sistema legal, de herramientas organizativas. Como siempre ocurre, hay divisiones y conflictos, no todos los vendedores están de acuerdo, no todos apoyan las decisiones que se toman, hay peleas por liderazgo en diferentes bandos.
Me retiro esa noche con un mal sabor de boca, a pesar del olor a chuchitos y tacos que impregna la calle. Pienso en los migrantes que cenarán de pie, en los vendedores migrantes que sobreviven como pueden, en los ojos desconfiados de algunos, en las manos amables de otros que me saludan. ¿Quién sabe cuánto tiempo les tome conseguir sus objetivos individuales y colectivos? ¿Lograrán unirse y luchar juntos... alcanzarán un día el “sueño americano” o seguirán en la “pesadilla migrante indocumentada”?
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