Las clases dominantes de cada país, a través de sus ejércitos y con el apoyo de Washington, dominador en la región, para las décadas de los 70/80 del siglo pasado emprendieron fuertes campañas contrarrevolucionarias para acallar ese espíritu transformador que flotaba en toda la zona. La represión fue tremenda, sin dejar un solo espacio de los territorios sin convulsionar. Guatemala, comparativamente fue el lugar más golpeado. Después de la última revolución socialista en territorio latinoamericano, la Sandinista de Nicaragua en 1,979, la derecha continental ajustó las tuercas. Las montañas inconmensurables de cadáveres y los ríos de sangre que se registraron, atemorizaron largamente. Guatemala tiene el nada honroso primer lugar en términos comparativos de esa represión. Con alrededor de 6 millones de habitantes para los años más álgidos de la contrainsurgencia, se registraron 200,000 muertos y 45,000 desaparecidos. Fue un genocidio despiadado, delito de lesa humanidad.
Esos procesos represivos, más o menos similares en todo el continente, marcaron la historia: la organización popular que buscaba cambios fue desactivándose. Las izquierdas quedaron muy dañadas, diezmadas, desarticuladas, y aunque las protestas sociales continuaron -porque las causas que las generan no desaparecen- no se tuvo ya más la posibilidad de colapsar a ningún gobierno, como fue el último caso con la dictadura somocista en Nicaragua. En ese mar de desmovilización, ya en el siglo XXI llegaron una serie de propuestas progresistas, siempre en el marco de la institucionalidad capitalista, en buena medida inspiradas por la figura emblemática de Hugo Chávez, que después de años volvió a hablar de «socialismo», desempolvando un término que parecía ya defenestrado para siempre.
Así, en prácticamente todos los países de la zona, a su tiempo asistimos a estos procesos de centro-izquierda, o izquierda moderada. Arrancando con la Revolución Bolivariana en Venezuela, en los primeros años del presente siglo todos los países latinoamericanos tuvieron un repunte económico vendiendo sus productos primarios (alimentos y minerales) a China, cuya prosperidad iba crecientemente en aumento. Esa bonanza económica permitió a todos esos gobiernos progresistas poder conceder una buena cantidad de mejoras a sus poblaciones.
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Lo cierto es que todas estas administraciones logran cambios interesantes, pero que no afectan el basamento del sistema. A veces, seamos honestos al decirlo, creando una actitud clientelar, incluso oportunista. Por supuesto, esos procesos son un paso adelante en relación a las anteriores dictaduras militares, pero nunca se abandonaron los planteos neoliberales de fondo. ¿Qué es preferible para el campo popular en Brasil, por ejemplo: un Bolsonaro fascista o un Lula popular? O en Colombia: ¿un Petro con un talante izquierdista o un conservador recalcitrante como Iván Duque? Tener un «buen» presidente, quizá honesto y transparente (Pepe Mujica en Uruguay, López Obrador en México) es una buena noticia. Pero ¡cuidado!: ese no es el cambio que necesitan las grandes mayorías populares, siempre excluidas, marginadas, golpeadas. «Socialismo» no es un regalo del gobierno, un plan asistencialista, una medida demagógica. Socialismo es poder popular real y efectivo y un Estado que dirige la economía con un criterio post-capitalista, con expropiaciones, con reforma agraria, con una profunda política anti-racismo y anti-patriarcado. La experiencia muestra, con dolor, que esos proyectos «tibios», encomiables en su intento, si no se profundizan, terminan siendo derribados. Y el capitalismo continúa. ¿Por qué Cuba se mantiene pese a todas las agresiones? ¡Porque es socialista!
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