Y como la casa de sus padres quedaba al inicio de una cuesta, se escondía para observar cómo lo contemplaban. Y desde la ventana de la sala, tras las cortinas, escuchaba gozoso los comentarios de niños y jovencitos deslumbrados que pasaban frente a su puerta. Era como un trofeo colectivo para aquel barrio de clase media baja, más baja que media. Nadie pasaba sin soltar alguna expresión admirativa, y él gozaba al observar los rostros infantiles de embeleso, casi seducidos, hechizados, encantados. Esas imágenes le hacían recordar aquel momento mágico de su niñez cuando —un día— al regresar a su casa vio algo muy parecido saliendo en cámara lenta de una elegante residencia. Eso lo marcó para siempre. Fue algo premonitorio.
En el camino al trabajo siempre encontró quienes lo volteaban a ver con descarnada envidia o con suspiros de admiración. Y él… él solo se ajustaba los lentes oscuros, levantaba el mentón y aceleraba el camino cada vez más apresurado, cada vez más impetuoso.
Algunas noches, cuando su familia dormía, lo iba a visitar. Lo observaba por largo tiempo y se daba cuenta de que estaba locamente enamorado de su posesión más cara. ¿O de su mejor máscara? Se le acercaba y le susurraba al oído: «Mi be be eme» Aquel era un estupendo bólido con motor biturbo de 625 caballos de fuerza que permitía acelerar a 6,000 revoluciones por minuto.
Esta poderosísima máquina transmutaba su propia realidad: era el eje de su vida. Vida que ya no le pertenecía, pues la máquina se había convertido en su dios-móvil, en su fetiche y en su mayor orgullo socioeconómico, pero también en su peor pesadilla. Estaba seguro de que aquel automóvil estacionado en el garaje lo había canjeado a él como si fuera un embrujo comercial. El auto se había convertido en su peor obsesión durante las últimas semanas de abril de 2020, pues ni siquiera podía sacarlo de casa debido a la emergencia sanitaria, por la cual le había tocado hacer home working.
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Pero ambos pasaban insuperables momentos cuando estaban a solas. En aquellas penumbras vivían minutos de extasiado erotismo hombre-máquina que nadie podría imaginar. Solo allí, en esos instantes, era cuando lo sentía completamente suyo. Lo acariciaba con intensidad, pero suavemente, con sus delicadas manos de oficinista.
Pero, lamentablemente, esos momentos se desvanecían cuando recordaba la llegada de la boleta de cobro para anunciarle que faltaban todavía cuatro años y medio para terminar de pagarlo. Y no sabía si en medio de esta pandemia de coronavirus lograría mantener su trabajo de empleado financiero de confianza o si encontraría un nuevo puesto en otra empresa que le permitiera soportar el estatus tan lleno de disfraces y antifaces que se había obligado a mantener ante la hipocresía social.
Y una noche de esas, al verlo en el garaje con sus luces apagadas, soltó un suspiro profundo y se le desenredó (de repente) el nudo que le venía apretujando la garganta desde hacía ya varias jornadas. En segundos, velozmente, bajó por todo su cuerpo un llanto tan amargo como sus dolorosas deudas, el cual imitó los desplazamientos temerarios de su bólido. Y cayó desencantado en la misma grada en la que se acurrucaba algunas noches para amarlo profundamente, con ansias aceleradas y sin frenos.
Comparó su vida con una carrera, con una loca carrera de aceleración, que en segundos se difumina. Y entonces se percató de la deslucida realidad de su irrealidad, fundada en ligerezas y prisas inmarcesibles. Su vida estaba hilvanada (apenas) con urgencias sociales y un vértigo economicista sin fin. Era un espectáculo de velocidad, pero también de arrebatos e imprudencias.
Y después de llorar y llorar varias horas, hasta casi dormirse sobre sus propias rodillas, terminó reprimiendo sollozos y suspiros. Pero, como siempre ocurría, se rendía ante un poderoso sentimiento de negación emocional que cargaba con su inmadurez, así como con torpezas infinitas. Y esto lo hizo inculpar a otros de sus infortunios y desventuras cuando en realidad había sido culpa de su impericia e impotencia ante el manejo tan frívolo de su propia vida.
Y entre sollozos repetía y repetía: «¡Maldito coronavirus! ¡Maldito!».
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