Quizá por esta razón, la teoría política tiende a desarrollarse cuando las dimensiones políticas de la sociedad experimentan crisis profundas. Platón dio a luz sus escritos políticos con el alma transida de desilusión por el hecho de que la dictadura oligárquica de los Treinta Tiranos había sido sustituida por un gobierno democrático que había terminado por llevar a Sócrates a la muerte.
En una crisis política, ante la carencia de sentidos sociales unificadores, la sociedad experimenta la necesidad de desarrollar nuevas maneras de ver la vida en común. La reflexión social se vuelve imperativa; los ejercicios reflexivos necesarios, sin embargo, se ven eclipsados por el desasosiego de la coyuntura. Así, la crisis de corrupción que ahora vivimos nos mantiene reaccionando con medidas cosméticas, con estrategias efímeras con estatus de ocurrencias, con leyes ad-hoc que soplan las llamas en lugar de apagar el fuego. La plaza está alborotada; se exigen soluciones inmediatas, hasta el linchamiento si es posible.
La situación tumultuosa, desesperante, ofrece coyunturas atractivas para el político que, con pocas ideas y menos escrúpulos, ofrece discursos en todas las plazas del país. Ya José Ortega y Gasset, en El hombre y la gente, notaba que “cuando los hombres no tienen nada claro que decir sobre una cosa, en vez de callarse suelen hacer lo contrario: dicen, en superlativo, esto es, gritan”. En un contexto de crisis, en efecto, abundan aquéllos que piensan que basta gritar de la manera más fuerte y amenazadora, vale decir, usar los medios de comunicación para repetir una y otra vez el eslogan más corto, la pegatina mental más fácil; después de todo se trata de convencer a una colectividad aparentemente confusa. En la inmediatez de las circunstancias, sin embargo, no siempre se evidencia que la gente que se dedica a este tipo de “política” no entiende, ni busca entender, o lo que es peor, no entiende que no entiende.
En este contexto, parece como si se confirmara, una vez más, la doctrina “realista” de que acceder al poder político del Estado supone atender a las descarnadas reglas del más cínico descaro. Pero para contrarrestar este argumento basta con recordar que, en tiempos de crisis, las estrategias realistas son todo, menos sólidas y duraderas. En nuestro medio, el ejercicio de este tipo de poder se convierte en un prólogo para la caída, la venganza y el desprecio, y parece ser que con mayor frecuencia, un potencial riesgo para el duro destino de la cárcel.
En cualquier caso, el realismo político no puede ignorar que la sociedad termina siempre rebelándose ante el pisoteo de la comunidad política. Esto es así porque la comunidad política es una expresión de nuestra humanidad. Esto resultó ya claro para Aristóteles, quien además, notaba que lo que distingue al ser humano es “poseer de modo exclusivo, el sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto”. Por esta razón, el verdadero gobernante es aquel que, con conocimiento, habilidad y sapiencia, es capaz de articular los esfuerzos sociales para que la sociedad pueda realizar su vocación de justicia. En su Conversations with Myself, Nelson Mandela afirmaba, con la mayor solvencia, que la certeza de haber cumplido con sus semejantes constituía no sólo “una experiencia reconfortante” sino también “un logro magnificente”.
¿Qué necesitamos hacer para que en la presente coyuntura surjan esos nuevos liderazgos realmente benefactores? Desde mi punto vista, nos corresponde, como sociedad, fomentar nuestras aptitudes reflexivas, de manera tal que los dirigentes ya no surjan de las ignominiosas subastas organizadas para los más degradados “financistas” eleccionarios. La ciudadanía debe rechazar con desdén aquellas ruidosas peroratas que no dicen absolutamente nada. Los eslóganes machacones y las sonrisas falsas ya no pueden seguir sustituyendo a la argumentación sólida.
Como sociedad, tenemos que lograr que la conciencia ética generalizada pueda convertirse en el factor fundamental de la decisión política. Recordemos que nuestra Primavera Democrática, y sus dos gobiernos memorables, emergieron de una sensibilidad política que cristalizó en la Revolución de Octubre de 1944. En el contexto actual de criminalización de la protesta social, es necesario encontrar nuevas maneras para que los movimientos sociales puedan poner freno a las agendas ilegítimas de gobierno. En particular, debemos idear nuevas maneras para que el monopolio partidario de la participación en política se derrumbe de una vez por todas.
Existen, sin dudarlo, otros objetivos mediatos. En las presentes circunstancias, por ejemplo, debemos apropiarnos del sistema político; el respaldo eleccionario popular debe volcarse en el apoyo a esos movimientos que de verdad se comprometan con una profunda reforma de la sociedad guatemalteca. Después de todo, los procesos eleccionarios no tienen por qué ser exhibiciones colectivas de la estupidez. Y esto, como lo demuestran las naciones del Cono Sur, no es un objetivo imposible.
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