Procesar la noticia no fue fácil. El miedo se apoderó de toda la familia. La reacción era entendible considerando la mala fama de la enfermedad y que hacía poco tiempo habían muerto familiares cercanos. Aún podíamos sentir la presencia de la muerte en nuestro entorno.
El día que mi hermana me lo contó, en mi cabeza no hubo espacio para nada más que esa bisílaba que sonaba más grave que su propio acento: cáncer. Parecía una sentencia de muerte.
En las semanas siguientes, la información de los médicos no fue muy precisa. Las buenas noticias y las malas caminaban de un lado a otro, y los escenarios —de más a menos positivos— también cambiaban con rapidez. Mi confianza ciega en la ciencia fue desquebrajándose y convirtiéndose cada vez más en un proceso aproximado de finas conjeturas que nunca eran certezas.
A mi hermana le creció un tumor maligno que fue extirpado en una operación y que más tarde tuvo que ser tratado con quimioterapia. El tratamiento fue largo y difícil, sobre todo porque coincidió con la pandemia. Unas semanas después de aparecer el paciente cero, ella iniciaba su primera quimio. Al estrés y al desánimo generados por el procedimiento había que sumarles el peligro de contraer coronavirus. De un día para otro ella se convirtió en persona de alto riesgo. Durante seis meses y contando ha estado secuestrada en su casa, acompañada por su esposo y su hijo, que se han convertido en sus enfermeros y acompañantes, en bastiones esenciales de su vida.
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En la primera sesión de quimio perdió su cabello. Un sabor a herrumbre la dejó sin poder saborear los alimentos. Después tuvo problemas con el colon. Vinieron las fatigas, los dolores en los ganglios, las fiebres altas, la deshidratación, los dolores de cabeza. Cada sesión trajo un malestar nuevo. Con la quimio, las venas se irritan y duelen mucho, al punto de que poner una vía o sacar el precioso líquido rojo resulta ser muy doloroso. Ella pasó por todo esto y más: resequedad vaginal, sus uñas se le cayeron, cualquier herida le tardaba meses en sanar… Y la lista sigue. Los que se han sometido a quimio saben de lo que hablo.
El viernes de la semana pasada, mientras descansaba en el jardín de una casa a orillas del lago Amatitlán, un conejo mitad blanco y mitad negro se acercó a olfatearme. El animalito no solo era bellísimo y adorable como cualquier conejo, sino que además atraía por su pelaje bicolor, tan yin y yang: la dualidad que describe las dos fuerzas fundamentales opuestas y complementarias que se encuentran en todas las cosas. Justamente las fuerzas que yo había experimentado con la enfermedad de mi hermana. La luz y la oscuridad. La esperanza y el desánimo. La vida y la muerte.
Ese mismo día, unos minutos después, mi hermana me avisó que el médico la había dado de alta y la había declarado sin cáncer. Un milagro de Dios y un triunfo de la medicina.
Les comparto la noticia porque este 2020 ha parido muchas malas noticias y porque esta es una de luz y esperanza. Mi hermana es una sobreviviente de cáncer, y eso no es poca cosa, al menos no para su familia y sus amigos.
Como dijo una buena amiga, «los hermanos son trocitos de niñez que nos acompañan siempre». «Me alegro de que tu pedacito de infancia tenga cuerda para rato».
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