Me cuesta pensar fuera de nuestro gallinero chapín: violento, fantasioso, profundamente injusto, encadenado al pasado e incapaz de ver más allá del recetario neoliberal con tufito fundamentalista. En realidad, nada nuevo bajo el sol, pero es difícil pensar en el cambio social desde ese imaginario. Por supuesto, debo aclarar que hablo desde mi posición, pues allá afuera hay miles de personas luchando, que nunca se rindieron y que tienen agenda política y estrategias de transformación. Pero ese es otro tema.
El escenario mundial no es menos desalentador. La oleada de restauración conservadora se ha valido del miedo y del discurso del odio para paralizar proyectos progresistas, y en cierta forma hemos perdido la capacidad de evaluar proyectos para replantear estrategias. Es decir, en lugar de evaluar el proyecto boliviano, por citar un ejemplo, recurrimos al maniqueísmo de defender o atacar a Evo sin más. Y al caer en esa trampa le hacemos un favor a quienes piensan en blanco y negro. De esa cuenta, y con pocas excepciones, es muy difícil hablar de Cuba o de Chile abordando los matices. Y eso que, en el caso de Guatemala, casi cualquier país tiene algo que enseñarnos en materia fiscal, económica, social o política.
Así las cosas, contemplamos el triunfo de Morena, que puede leerse desde las izquierdas como un evento alentador, como la mejor oportunidad del pueblo mexicano para frenar el neoliberalismo. Y debo enfatizar que esa es la tarea de Morena. Andrés Manuel López Obrador (AMLO) articuló un discurso de toma de posesión que, desde mi interpretación, incorpora una propuesta de estadista: una ley de punto final o una especie de amnistía por posibles delitos asociados a la corrupción, entendiendo esta estructuralmente y ligada a las esferas más altas del poder político y económico. En pocas palabras, estamos ante una especie de pacto político y jurídico para construir una gubernamentalidad con vistas al futuro que permita acometer cambios económicos posneoliberales. La opción, como se deduce del discurso de AMLO, es el circo y la cacería de brujas que, como también señaló, habría de comenzar por las cabezas de los sectores público y privado.
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Estas líneas no alcanzan para analizar el discurso de AMLO. Por eso me concentro en la tarea fundamental de desmontar el eje principal del neoliberalismo mexicano a través de tareas centrales como la recuperación de la soberanía energética y la reorientación del gasto público sin incendiar al país para lograrlo. Esto, por supuesto, es, en un sexenio, una especie de cirugía estética capitalista que no tocará las bases de la propiedad privada sobre los medios de producción y que de alguna manera plantea reconstruir la versión mexicana del Estado keynesiano, con discurso mestizo y nacionalista.
Lo anterior, para la izquierda radical, simplemente no alcanza. Pero, desde mi perspectiva, es necesario el pragmatismo político para que esta generación mexicana pueda percibir algún beneficio en un sexenio. La clave estará en demostrar que el neoliberalismo existe. Porque lo primero es eso: percibir al enemigo. Segundo, es clave demostrar que hay otro mundo posible más allá de las recetas que nos han impuesto por 40 años. Así que AMLO y Morena tienen una tarea monumental, ya que las críticas desde la izquierda radical están a la vista y la resistencia desde las derechas también estará presente, incluso con la oferta de paz y olvido planteada para no perder la guerra buscando culpables.
¿Y eso qué tiene que ver con Guatemala? No perdamos de vista que en varias ocasiones AMLO ha ido un paso más allá que la administración Trump y que su discurso de toma de posesión incluyó la metáfora de varios muros de contención para los migrantes mexicanos y centroamericanos. Esos muros requieren un escenario posneoliberal que para AMLO abarca a Centroamérica. Y si el proyecto político mexicano se consolida, habrá efectos en Guatemala. De eso sí estoy seguro.
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