No de ahora con la nueva blanca Casa Blanca. No de junio pasado con el brexit. No con los atentados de París y Bruselas. No con la crisis griega ni con la ucraniana. No con Alepo. No con la Gran Recesión del 2008 y la salida a las calles de la clase media mundial a meter relajo. Ha sido gota a gota. Un poco de todo eso y muchas cosas más que se han fermentado en la mente del votante medio y en el hartazgo de una ciudadanía que se siente desatendida.
Pero la pregunta en el ambiente es por qué exactamente y cuánto debemos preocuparnos. Y respuestas se encuentran a borbotones por toda la red. Desde los que perjuran que ha llegado el fin del orden mundial tal como lo conocemos hasta los escépticos que piensan que el establishment se terminará imponiendo y realineando a estos outliers inexpertos. La respuesta, el nuevo equilibrio, seguramente estará en un punto intermedio.
Lo cierto es que en algo habrá que invertir energías y recursos en los años por venir. Tan sencillo como que ya es muy difícil imaginar un mundo que se hace de la vista gorda y trata de hacer caso omiso de las intenciones de esos nuevos actores políticos que han desembarcado en Norteamérica y Europa peor que en Normandía.
Porque las señales que nos dieron han sido claras, aunque no siempre consistentes ni creíbles. Porque los instrumentos para leer la coyuntura han sido imprecisos. Y porque los hechos comienzan a sucederse en cumplimiento de lo que temíamos muchos: desprecio de la diversidad, xenofobia, populismo, eslóganes tan epidérmicos como el Snapchat… Evidencias alternativas que tratan y seguirán tratando de construir una alternarrativa que evoca un tiempo que no puede volver jamás: el mundo de los trabajadores blancos y sus mujeres en casa. Eso se licuó hace décadas.
Los riesgos que enfrenta la humanidad de hoy son de naturaleza más compleja, y la velocidad en su sucesión genera una gran incertidumbre y da mucho vértigo. Nunca mejor dicho que hoy: «Todo pasa en tiempo real». Cambio climático, crimen organizado, comercio de armas, narcotráfico, terrorismo, fundamentalismo religioso, recesión económica, migración internacional, flujos de inversión y capitales volátiles son todos fenómenos que sobrevuelan a diez mil pies de altura de nuestras aduanas y Parlamentos. Es decir, les vale madre la (in)capacidad de nuestros Estados nacionales y de sus instituciones. De hecho, se regodean ante su lentitud e ineficacia.
Pero, por lo mismo, no se puede desestimar la naturaleza global y la necesidad de mucha acción colectiva para atender estas taras y dar respuesta a los reclamos de más bienestar para más y más. No será con recetas de garita de condominio ni con naturaleza con talanquera que se resuelvan y el progreso finalmente llegue a todos. Si acaso, se exacerbarán porque son todos, en esencia, bienes y males públicos.
Tenemos, pues, ante nuestros ojos dos visiones del mundo en competencia. Para ponerlo gráfico: o ensanchamos los puentes o levantamos muros. No hay más. Se veía venir como una expresión de descontento social, pero se hace patente cuando la primera economía del planeta será gobernada por un discurso etéreo y con muchas ganas de confrontar.
Y, como el diálogo parece que se estará complicando en varias esferas tradicionales como los tratados de libre comercio, el espacio de las Naciones Unidas y las instituciones de Bretton Woods, queda muy claro que el multilateralismo en sus expresiones regionales y globales está en jaque y tendrá que cambiar de piel o dejarse morir de inanición.
La estrategia de los países-David ante las potencias-Goliat comienza a definirse: diversificación económica, pero también política y social. Uso activo del bilateralismo para buscar nuevos espacios sin renunciar a foros amplios para atender una agenda global.
Ante esta nueva realidad toca revisar y volver a llenar de contenido el discurso y la forma de hacer política. La clase media debe recuperar la fe en la participación y en la democracia, pero solamente lo hará si confía en que del otro lado estará esperándola un contrato social y un Estado con capacidades de escucha y de encauzar demandas en políticas públicas para la mayoría.
Si lo anterior no sucede y lo que termina imponiéndose es un nacionalismo ególatra y miope, habremos de prepararnos entonces para reescribir la historia de hace cien años. Pero esta vez no en grandes tratados ni con marcos teóricos en leal competencia, sino simplemente de tuit en tuit.
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