Ajá: como es india, le toca ser la muchacha; ese es su lugar natural. Alguien a quien yo seguía (ese sí sé que todavía trabaja en la Muni y fue candidato a diputado en las elecciones recién pasadas) retuiteó el texto agregando un “¡Qué fuerte!”, por lo que el tuit llegó a mí.
Hice ver a Dalton lo racista de su frase y respondió algo como que “la gente idiota como @elpensa exige tolerancia pero es intolerante con lo que decimos los demás”. En la misma línea, en enero de este año, bajo una columna de Siglo21, un tal Pablo Figueroa emitió el siguiente comentario: “Los homosexuales piden tolerancia, pero cuando se les critica sus prácticas anormales son los más intolerantes.” En lo personal, respuestas como esa me provocan una risa corta y silenciosa, ocasional efecto de la tristeza.
Escribo sobre esto, a propósito de que el 16 de noviembre recién pasado, como cada año desde 1996, se celebró el Día Internacional para la Tolerancia. Nociones generales de lo que es la tolerancia, dudo que alguien no posea. Sin embargo, lo que creo fundamental entender es que la tolerancia, además de ser solamente un mínimo, no en todos los casos debe ser de doble vía y la carga de su ejercicio corresponde primordialmente y sobre todo, a quienes ostentan el poder.
Me explico, tratando de ser muy básico: La sociedad ladina debe de tolerar las diferencias culturales de las comunidades indígenas, por ejemplo, que están en su mayoría despojadas de cualquier dejo de poder. La sociedad heterodominante debe tolerar el ejercicio de otras expresiones sexuales y de género. La mayoría religiosa (indudablemente cristiana) debe tolerar la práctica de otras formas de espiritualidad. ¿Qué eso ya ocurre? No, porque por “tolerar” no puede ni debe entenderse solamente “darles permiso” de que existan pero calladitas y en silencio, sin el mismo o proporcional acceso a espacios. Tolerar implica políticas (que a veces requieren leyes) que garanticen que a todos se nos otorga el mismo valor. Pero para ello, somos nosotros, los habitantes, quienes debemos empezar a entenderlo, ejercerlo, demostrarlo y luego exigir que la tolerancia sea oficialmente reconocida. A veces es al revés y es el Estado quien lo fuerza (como con la des-segregación racial en Estados Unidos de América) pero de eso, aquí, no guardo la menor esperanza. Vuelvo a sonreír de tristeza.
Esta sociedad es extraña. En 2011, en pleno jolgorio electoral, el Tribunal Supremo Electoral lanzó la campaña aquella de “Votando vamos por Guate”, ¿se acuerdan? Para sorpresa de muchos, la sociedad ladina se indignó abierta y manifiestamente porque la doctora Irma Alicia Velásquez Nimatuj decidiera mantener su güipil en lugar de ponerse la playera que las demás figuras (no indígenas, por cierto) usaron en la publicidad. ¡Pero todos somos iguales! rebuznaron. No entender que la doctora Velásquez es indígena y, como tal, tiene el derecho de optar por utilizar un traje que la representa culturalmente, solo porque los ladinos no tenemos una costumbre similar, es intolerante. Tan intolerante como, por ejemplo, pretender que las mujeres ladinas que participaron en la campaña no utilizaran sostén porque, puchis, todos somos iguales y los hombres no usamos. Tal como un sostén es inherente y necesario para una mujer por el hecho de ser mujer y tener senos sin que eso la haga inferior ni superior que un hombre, sino solo distinta y con una necesidad natural particular, así debiéramos entender esa necesidad cultural particular del traje indígena.
Ejemplos sobran. A los católicos, por ejemplo, se les reconoce y otorga dominio del espacio público muchas veces al año (con procesiones, ferias, etc.) pero a José Luis de Jesús Miranda (el autoproclamado “Anticristo”) se le niega reiteradamente la entrada al país, pese a contar con aproximadamente dos mil fieles ávidos de su presencia. ¿Hay tolerancia?
Criticar el dominio y la perpetuación de “lo hegemónico”, del statu quo, no es intolerancia, por mucho que a algunos les cause escozor y se sientan afectados, intimidados, irrespetados o menoscabados en su usual comodidad. Los indígenas tienen derecho a denunciar el racismo y a luchar contra él y todas sus manifestaciones y no por ello son “intolerantes”. Ciertamente, no tienen por qué aguantar que les digan “indio” como insulto y ni siquiera el perversamente sutil “María”. La comunidad LGBT tiene derecho a exigir su aceptación como tal, a buscar la equidad y a denunciar los abusos en su contra y hacerlo no los convierte en intolerantes. Si peleo (no digo que a trancazos) con alguien porque me dice “hueco”, “loca”, “marica”, etc., eso no me convierte en intolerante sino en alguien que se defiende de la intolerancia, que lucha contra ella. Las minorías con creencias espirituales distintas tienen derecho no solo a ejercerlas, sino a buscar espacios justos para ello. Meditemos. Toleremos. No todos tenemos por qué ser iguales, seguir un molde único. Como bien escribió Boaventura de Sousa, “Tengo derecho a la diferencia cuando la igualdad me invisibiliza; tengo derecho a la igualdad cuando la diferencia me discrimina”. Empecemos nosotros, desde nuestro entorno inmediato.
NOTA EXTRA: Este jueves pasado, la CDAG celebró Thanksgiving, pagando el “catering” con recursos públicos. Si quieren celebrar también el Fourth of July, que lo hagan, vaya, pero con su propio pisto. Para acabarla de cagar, la reunión fue solo para la Junta Directiva y sus familiares, no para empleados ni deportistas. Exijo a la Contraloría General de Cuentas investigar al respecto.
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