La Cantina se describe a sí misma como un pequeño grupo emergente de empresarios exitosos, académicos, intelectuales, activistas profesionales y líderes de opinión que surge como respuesta heroica al vacío de liderazgo en Guatemala. Son los nuevos liderazgos que necesita Guatemala. Nada que ver con los falsos liderazgos, que nos han llevado a tierra maldita.
Son, en su mayoría, empresarios de segunda generación —herederos— que aseguran ser diferentes, buenos y excepcionales. Juran no estar interesados en proteger su privilegio promocionando intereses sectoriales. Eso sí, se legitiman —o se perciben legitimados— no por la ciudadanía, desde abajo, sino por la bendición de los Estados Unidos, desde arriba (literalmente).
La Cantina se llama así, según el académico Édgar Gutiérrez, porque simboliza un «espacio neutral de encuentro». Pero un grupo reducidísimo de pudientes bastante homogéneos en un país heterogéneo de mayorías pobres no es neutral. Por constitución misma, carece de representatividad e inclusión política. Y sin igualdad política no se puede hablar de democracia o de neutralidad.
Estos empresarios privados con acceso a Washington y a otras capitales del mundo tendrán muy difícil empatizar con quienes sus amigos del norte consideran cuasiterroristas, como los campesinos organizados o los defensores de la vida, de la tierra, del territorio y de los derechos humanos, es decir, con aquellas personas que se preocupan más por encontrar significado, propósito e identidad en sus propias historias y en su propia casa.
Veamos. Primero, estoy convencido de que la participación política decidida de las élites disidentes es necesaria para transformar la realidad, pero solo legitimadas a través de una fuerte alianza con las mayorías históricamente excluidas del sistema político, en una relación de coordinación, y no en una de sometimiento-subordinación. Sin acompañamiento inequívoco a las causas populares como objetivo central de su acción política, las élites no son disidentes. Son solo élites.
Segundo, me parece que cualquier persona o grupo que proclame el fin de las ideologías asegurando que las posturas «crean bandos y polarización» no entiende mucho de acción cívica, de hegemonía cultural o de procesos de emancipación. Replican, de hecho, esa traicionera ilusión de consenso y unidad que se siente rico aclamar, pero que no es viable mientras los despojadores no devuelvan lo despojado, pidan perdón y dejen hablar al silenciado. En un país con retos extremos, no caben «soluciones moderadas», como asegura el máximo proponente de La Cantina en los medios, el empresario y columnista Estuardo Porras Zadik. En estos casos, moderación equivale a conformismo y continuismo.
Tercero, cualquiera que se cuelgue el gafete de mesías moderno revela un profundo apetito de influencia desproporcionada sobre la agenda pública, lo cual es inherentemente antidemocrático. Particularmente en un país donde la mayoría de personas son distintas, en casi todos los aspectos de identidad, a este núcleo de iluminados. Sufren de vanguarditis, como aquellos que quieren patentar lo de nueva política.
Cuarto, La Cantina se perfila como un «actor inédito», sí, pero para promocionar la defensa de un viejo pacto de élites enraizado en el modelo neoliberal de crecimiento económico y prosperidad material. Una filosofía de vida que ha comprobado ser insuficiente para abordar los grandes retos humanos y ecológicos de nuestro tiempo.
Por último, cualquier actor guatemalteco que haga su lanzamiento en Washington D. C. rindiendo pleitesía al Plan de la Alianza para la Prosperidad y sometiéndose al diagnóstico social de burócratas que poco o nada entienden de nuestros problemas internos me genera automática desconfianza. ¿De verdad tenían que ir a los Estados Unidos a preguntar cómo aproximarse a la problemática guatemalteca? ¿En serio había que ir a pedir permisos? Hasta donde yo sé —que no es mucho—, la Guatemala indígena y rural (la mayoría ciudadana) que lucha por un buen vivir se resiste al corporativismo globalizador impuesto desde lo alto, en gran parte, por esos mismos burócratas.
Porras Zadik escribe: «La posición geográfica de Guatemala hace imposible que nuestra agenda no sea en gran parte dictaminada por Estados Unidos. […] Pretender que no exista injerencia es ingenuo, como lo es pensar que su tolerancia no llegue a un fin en el que un remplazo de los protagonistas por parte de Guatemala sea una condición. Estados Unidos busca nuevos interlocutores, nuevas voces y nuevos liderazgos que lleven a cabo una agenda que no es negociable».
Esto, queridos amigos, se llama entreguismo y baja autoestima.
Mario Roberto Morales, algo alineado a esta lógica, preguntaba el otro día: ¿Trump o Soros? Yo diría que ninguno. Más bien, ¿por qué no caminamos de la mano y del corazón hacia el buen vivir de los pueblos?
No se sabe cómo terminará este chiste, pero en La Cantina ya están embriagados de poder. Empieza a oler a falsa profecía.
La verdad, apesta.
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